Alex y Yoli en Campo Machía (centro de recuperación de fauna salvaje), selva amazónica de Bolivia. Yoli luce su primer mordisco en la frente.
Alex y Yoli en Campo Machía (centro de recuperación de fauna salvaje), selva amazónica de Bolivia. Yoli luce su primer mordisco en la frente.

Cuentan que la primera impresión fue deprimente, que la pobreza era tan profunda que el ánimo se les vino a los pies. Decían que una cosa era saberlo y otra muy distinta era verla en directo, a dos palmos de tus privilegiadas narices de primer mundo. Tres días después de la llegada, decía Yoli que no se le quitaba de la cabeza lo que había visto en el camino. No es un reproche decir que un país es pobre, ni es menosprecio explicar abiertamente que existe una pobreza insolente y una enorme falta de medios. Ser pobre no es ser indigno. Lo indigno sería estar resignado, y Bolivia no lo está. Resiste con sus medios y su indigenismo para no caer en manos de los amos del norte.

La joven veterinaria y el joven biólogo, ambos preparados en las universidades públicas de España, habían salido desde la Terminal 4 de Madrid a las diez de la noche de un día de verano. Y, después de sobrevolar el Atlántico y Brasil, llegaron al aeropuerto de Viru-viru, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a las cuatro de la madrugada del día siguiente. Un aeropuerto pequeñito y vacío a esas horas. Era la primera etapa de un viaje que debía finalizar en Campo Machía, selva amazónica de Bolivia.

Hay que ser joven para afrontar ese cambio de vida. Y valientes para dejar sus trabajos en España (que, aunque protestemos mucho o poco, es un primer mundo a trancas y barrancas) y recalar en una ONG boliviana, en mitad de la selva, para trabajar recuperando fauna salvaje con medios muy precarios y métodos muy poco aconsejables.

Campo Machia, en la Amazonía boliviana.

Dos mochilas por cabeza. Una en la espalda y otra en el pecho. Era todo el bagaje que llevaban… aparte, su ilusión y sus conocimientos. Y lo que no cupo en las mochilas no era necesario. No es mala idea, viajar con poco equipaje proporciona más libertad.

Decidieron no esperar al amanecer en ese aeropuerto solitario y acordaron rematar el viaje con un taxista que les inspiró cierta confianza. Luego me dijeron que el taxista les quería matar porque allí conducen como les da la gana, sin respetar nada ni a nadie. No conocen el peligro, simplemente mastican hojas de coca y se pican con otros conductores, a ver quién llega antes, adelantando en curvas y cometiendo imprudencias en unas carreteras pésimas. Cuentan que le preguntaron al taxista qué significaban esos postes que jalonaban la carretera de vez en cuando, y les dijo el hombre que eran recuerdos de personas atropelladas. Sí, que allí había que andarse con ojo porque había mucho loco al volante, decía el hideputa.

Y a mitad de trayecto, cuando atravesaban el Parque Nacional Amboro por la Ruta Nacional 4, se les pinchó una rueda. El conductor, por supuesto, no tenía la de repuesto. Hojas de coca sí llevaba, pero rueda, ¿para qué coño? Dice Alex que pararon junto a una chabola en la que vivía un hombre que le hacía cosas a los coches. ¡Y que entre los dos apañaron una rueda de motocicleta y se la colocaron al taxi! Y así, dando tumbos, después de siete horas de viaje para recorrer algo más de trescientos kilómetros, llegaron al campamento del Parque Machía, cerca de Villa Tunari. Eran las 11 de la mañana de su primer día en la Amazonía boliviana. Un año estuvieron allí Alex y Yoli.

Nadie podía pensar que tres años después, tal día como hoy (24 de agosto de 2019), sólo en la Amazonía boliviana habrían ardido 774.711 hectáreas de bosques en un mes.

Siguiente historia: la imprudencia de Luisito.

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