Sin identidad

La intolerancia puede ser una respuesta física, corporal, más o menos incontrolable, pero tiene su origen principalmente en una cuestión mental, discursiva y cultural, ideológica y sobre todo mitológica

FOTO: MIGUEL PARRA
FOTO: MIGUEL PARRA

Cuando se aproximan elecciones, como ahora, los malos políticos acostumbran a movilizar a su electorado apelando a identidades culturales, nacionales o ideológicas, y avivando la intolerancia y el miedo al diferente.

Ya presenté hace varios días en este mismo medio, a este respecto, un texto de Chantal Mouffe que aboga por una radicalización de la democracia mediante el desarrollo de un compromiso permanente contra cualquier práctica o discurso que promueva falsos antagonismos. 

Más o menos en esta misma línea de revisión de lo que entendemos por democracia y de destape de falsos presupuestos, cabe destacar el librito de, François Jullien Il n'y a pas d'identité culturelle (París: L’Herne, 2016), traducido al castellano no hace mucho tiempo por Imanol Zubero (La identidad cultural no existe, Taurus, Madrid 2017). 

De la lectura de este libro se desprende la idea de que los discursos de odio, intolerantes, injuriosos y discriminatorios, tan comunes desgraciadamente en las arengas políticas de hoy en día, parten de un tremendo engaño: la creencia en la existencia de identidades colectivas uniformes, diferentes unas de otras, algunas de las cuales (las hasta ahora dominantes) se encontrarían en situaciones de riesgo de desaparición o disolución en el sistema de globalización actual. 

Acabar con la intolerancia e ignorar a los malos políticos es posible entonces, según  esto, con la condición de dejar de lado las nociones de “diferencia” y de “identidad”, sustituyéndolas, respectivamente, como propone Jullien, por la de “intervalo” (écart) y la de “recursos” (ressources). 

De hecho, este autor considera dos posibles concepciones de identidad: por un lado, la singular, subjetiva, que es válida en contextos conversacionales concretos (“yo”, diferente de “tú”) y, por otro lado, la colectiva, más o menos objetiva, de naturaleza cultural, que en realidad no existe o, al menos, existe como un “valor” propiamente dicho, articulador de un grupo, sino como un mero marco mitológico. La ventaja del concepto jullieniano de “recursos” en lugar de “identidad” estriba en que permite ir más allá del multiculturalismo, al plantear que las culturas son bienes al alcance de cualquier individuo, independientemente del origen de este. Los "recursos" (las supuestas identidades) no son valores, que requerirían aprobación o conversión, sino medios disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una determinada acción.

Las nociones de “intervalo” (écart) y de “recurso” (ressource) impiden clasificar o separar a los grupos atendiendo a rasgos socioculturales distintivos, invitando, al contrario, a pensarlos en un modo interactivo y dinámico, sujetos a constantes mutaciones y transformaciones. Dicho de otro modo, las culturas son recursos, riquezas disponibles para todos, y no son valores o marcos cognitivos de referencia. Son recursos que se aprovechan, se intercambian, pero no se venden ni requieren carné de afiliado. En este orden de ideas "defender" unos determinados recursos (unas determinadas verdades frente a otras), no significa tanto protegerlos como explotarlos, ponerlos al servicio de todos los seres humanos.

Esta visión dinámica de la necesidad de la interrelación entre grupos pretendidamente diferentes socio-culturalmente contrasta con la vieja visión predominante hasta ahora que pone su foco en las diferencias y las semejanzas. El “intervalo” no opone dos elementos, promoviendo a uno frente al otro de forma antagónica, sino que precisa de ambos lados. El “intervalo” crea un espacio exploratorio común que permite el roce y la comparación, pero no la exclusión. Por decirlo de un modo simple, no se trata de distinguir españoles de catalanes, hombres de mujeres, ricos de pobres, nativos de inmigrantes, sino de poner de relieve el espacio de su relación, es decir, de poner de relieve ese intervalo que tienen en común dos partes de una misma cosa en el que cada uno puede empezar a entender al otro.

Tal cambio conceptual lleva al autor, François Jullien, a redefinir la idea de "diálogo" entre culturas, que debería entenderse como “recorrido” y no como intento de asimilación y, en fin, que debería basarse en ejercicios de análisis y no de síntesis.

Por último, volviendo a esta idea del carácter mitológico de la identidad al que aludíamos un poco más arriba, podemos convenir con Moulay y Rebischung (Comprendre l’émotion, Paris: MaxMilo, 2011 págs. 3-5) que la intolerancia al pretendido enemigo es una reacción emocional ante las diferencias de este y que el miedo y el odio resultantes son emociones que no están asociadas a una experiencia vivida, sino a un rumor o a una creencia más o menos extendida. O sea, la intolerancia puede ser una respuesta física, corporal, más o menos incontrolable, pero tiene su origen principalmente en una cuestión mental, discursiva y cultural, ideológica y sobre todo mitológica (véase Óscar Carrera, Mitología humana, Madrid: Ápeiron Ediciones, 2019), siendo, por consiguiente, perfectamente controlable.

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