El test de Cooper

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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El test de Cooper de marras lo hacíamos dando vueltas al patio del instituto, así hiciera un frío del carajo o cayera, a plomo, el sol de un mes de junio abrasador, a la una del mediodía

El otro día, mientras miraba por la ventana [1], vi a los chicos del colegio de enfrente durante su hora de gimnasia [2]. Sin hacer demasiado esfuerzo, tuve una regresión a la época del instituto y me vi a mí misma, a esa edad, con el chándal de táctel [3], corriendo en el patio, durante la clase de Educación Física.

¿Os acordáis del chándal de táctel? Nunca he entendido por qué tanta inquina hacia esta típica y cómoda prenda de vestir que puebla tantos álbumes de fotos familiares de los años ochenta y noventa. Era una pieza básica en el fondo de armario de cualquier adolescente que se preciara. Y muy ponible: lo mismo te servía para las dos horas de gimnasia semanales que para tirarte en el parque, después de clase, con tus amigos, que para una comida familiar informal. Si erais un poco relajados con la ropa —como yo— y lo que primaba en vosotros a la hora de escoger qué poneros cada mañana era la comodidad, podíais encadenar varios días de chándal en vuestra vestimenta, sin remordimiento alguno.

Los muchachos de este colegio que os decía al comienzo no llevaban chándales de táctel, pero me juego el mío a que siguen teniendo que someterse al maldito test de Cooper [4], porque el Tribunal de Estrasburgo aún no ha mediado para que deje de torturarse a los chavales con ello.

Nosotros teníamos que hacer el test de Cooper en el primer y en el tercer trimestre de primero, segundo y tercero de BUP —con tanta reforma, ignoro cuál es el equivalente académico actual—. En el segundo trimestre de cada curso nos daban una tregua y en COU, finalmente, nos liberaban del suplicio de la gimnasia, y yo reservé el chándal para las comidas familiares de los domingos, definitivamente.

Educación Física nunca estuvo entre mis asignaturas preferidas. El primer día del curso, como si de una Pasarela Cibeles [5] de barrio se tratara, nos pesaban y medían. Con un profesor de gimnasia gracioso —qué digo gracioso: graciosísimo— era complicado librarse de escuchar algún culo gordo, patilargo o zampabollos [6] durante el proceso; por no hablar de lo incómodo que resultaba correr en pleno desarrollo pectoral —Decathlon [7], dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité—, con un montón de ojos hormonados controlando tus movimientos, en todo momento [8].

El test de Cooper de marras lo hacíamos dando vueltas al patio del instituto, así hiciera un frío del carajo o cayera, a plomo, el sol de un mes de junio abrasador, a la una del mediodía —me río yo de los con calor, se recomienda no hacer ejercicio físico en las horas centrales del día—, porque era el único hueco que había para dar la clase.

En mi instituto había unos vestuarios cochambrosos, pero no había agua caliente en las duchas ni tiempo entre clases para poder asearnos un poco; así que el profesor que tenía que sufrirnos después, tras haber estado trotando una hora, estaba muy contento siempre. No sólo había que dar Literatura con las ventanas y la puerta abiertas, porque los adolescentes en flor huelen a todo menos a eso —especialmente, si están sudados—, sino que teníamos que recitar a Quevedo entre toses, porque la carrerita nos había dejado de regalo una preciosa carraspera.

—¿Queréis dejar de toser? ¡Me estáis poniendo de los nervios! [9] —gritaba el profesor, después de dejar caer el libro sobre la mesa.

Aunque han pasado ya muchos años desde aquello, no he sido capaz de olvidar las palabras de una compañera, a la que recurrí buscando comprensión y complicidad instantes antes de hacer uno de esos odiosos tests de Cooper:

—Odio la gimnasia.

—Pues a mí me encanta follar con mi novio, la verdad [10].

No hallé el consuelo esperado, pero sí, unas carcajadas que me hicieron compañía durante los doce minutos de infierno posteriores.

[1] Mirar por la ventana: deporte que no debe confundirse con el viejalvisillismo, que lleva asociados el cotilleo y la posterior difusión de la información obtenida.

[2] Gimnasia: aunque es preferible utilizar educación física, la autora, en este texto, usa ambos términos indistintamente.

[3] Chándal de táctel: también conocido como el chándal yonqui.

[4] Test de Cooper: prueba física en la que el demonio te obliga a correr durante doce minutos, bajo la amenaza de robarte el alma.

[5] Pasarela Cibeles: ahora, Cibeles Mercedez-Benz Fashion Week, porque parece que regalan el espacio en los titulares y, además, en inglés suena todo mucho más cool.

[6] Profesorado gracioso, cariñoso, empático y profesional: este tema se abordará en entregas posteriores.

[7] ¿Décathlon o Decathlón? La autora abre debate.

[8] http://www.rtve.es/alacarta/videos/el-hombre-y-la-tierra/hombre-tierra-sintonia-serie-hombre-tierra/711799/

[9] Profesorado comprensivo: ver nota 6.

[10] En el barrio de la autora se dice así.

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