La experiencia de la libertad

La libertad sigue siendo una hermosa idea. Pero es una idea que incomoda, porque las desigualdades, económicas y sociales, hacen imposible, para muchos, su ejercicio efectivo.

'La Libertad guiando al pueblo', de Delacroix.
'La Libertad guiando al pueblo', de Delacroix.

La libertad es una idea hermosa. Tan antigua, casi, como el hombre. Y es una idea persistente. Aún a pesar de haber sido siempre manoseada, cuando no vilipendiada, hasta la infinitud. Aún a pesar de haber sido falseada y falsificada hasta la extenuación. La idea de libertad sigue presente. Y mantiene su fuerza. Eje del debate colectivo, aunque no el único.

Sin embargo, es también una idea engañosa. En lo absoluto, en lo permanente e inmutable, tiene difícil engarce. Aunque con ello contradiga a filósofos tan reputados como Descartes o Leibniz. En mi opinión, la libertad es una experiencia vital, racional y sentimental al mismo tiempo. Y los seres humanos estamos más que limitados. Por nuestra biología, por nuestra sicología, por nuestro proceso de socialización, por la cuna, la geografía y el tiempo.

La libertad es elegir. Pero las desigualdades de los sujetos que han de protagonizar la experiencia de la libertad desdibujan el concepto en su absoluto. Nuestras elecciones están, igualmente, limitadas por lo ya señalado previamente. Y si asumimos la ley de la causalidad se hace aún más evidente. Nuestra elección presente viene determinada por nuestras elecciones pasadas. No obstante, hay que reconocer que tenemos márgenes de elección. Y tenemos, por tanto, márgenes de libertad.

Sin embargo, también conviene señalar que, como explica Recalcati (el psicoanalista italiano al que me he referido ya en otros escritos), la experiencia de la libertad puede ser angustiosa. Comprometernos con nosotros mismos, hacernos cargo de nuestra vida, asumir la responsabilidad de nuestras elecciones, puede llegar a apesadumbrarnos. Y de qué manera.

¿Se nos educa para la libertad? Podríamos decir que sí. En principio. No podemos negar que nuestro proceso de socialización (y no solo me refiero a la educación, que también), en la mayoría de los casos, nos aporta capacidades, habilidades e instrumentos que nos permiten desarrollarnos como personas.

Sin embargo, hay quienes sostienen que esto tiene un precio. Quienes consideran que las instituciones sociales son maquinarias de normalización. Instrumentos de control de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Esto nos sucede en la familia, en la escuela, en el trabajo y en tantas otras instituciones sociales. Porque, como señala Michel Onfray (en su Manual de Antifilosofía), la libertad incomoda a la sociedad. Esta prefiere la seguridad, y nos moldea. Nos suena, ¿verdad? Algo de eso hay, en mi opinión.

Pero mi acercamiento a la idea de la libertad, esa que tanto puede llegar a incomodarnos, como acabamos de ver, surgía de otro ámbito de preocupación. Me refiero a la libertad de derecho. Vivo con cierta inquietud el rigor formalista en el debate jurídico. No, evidentemente, porque no piense que el derecho exige y requiere formalidades que garanticen una adecuada regulación social. Sucede que tengo la impresión que el debate sobre lo jurídicamente sustantivo viene perdiendo peso frente a dichos rigores formalistas.

La libertad sigue siendo una hermosa idea. Pero es una idea que incomoda, porque las desigualdades, económicas y sociales, hacen imposible, para muchos, su ejercicio efectivo

Ejemplos, en nuestro país, tenemos más que suficientes. Baste, como muestra, la sentencia que condena el mal gusto, de un músico irrelevante, a tres años de prisión. Absurdo, demencial, injusto.

Porque la libertad de derecho tiene su truco. Lo explica magníficamente Michel Gourinat en su Introducción al Pensamiento Filosófico. El ordenamiento reconoce “una libertad de derecho, abstracción hecha de las condiciones reales de su ejercicio”. O dicho de otro modo, y como señala el autor citado, “un pobre parece ser tan libre como un rico, aunque realmente no ocurre tal cosa, puesto que el que tiene más medios es más libre para hacer lo que quiera”. Es decir, la crítica radica en las diferencias de partida, entre los distintos ciudadanos, a los que se les reconocen tales libertades. El reconocimiento formal de las mismas varía, absolutamente, por el estatus económico del ciudadano, quedando en papel mojado para aquellos que no dispongan de los medios necesarios para hacerlas efectivas. Cuando las diferencias económicas, como sucede hoy, son tan grandes, se hace imposible la efectiva libertad con tamaña desigualdad.

Por razones como estas, gran parte del pensamiento político ha apostado por la intervención del estado como instrumento que fortalece la libertad. Como señala John Gray, en su libro Liberalismo, una buena parte de filósofos, con Hegel a la cabeza, consideraban la libertad individual como “una oportunidad de autorrealización”. En este sentido, explica, “los recursos, las capacidades o habilidades” necesarios para que la autorrealización sea efectiva, la disposición de tales elementos debe “formar parte del contenido de la libertad misma”.

Y ahí aparece el Estado, como instrumento que interviene para procurar los recursos, capacidades o habilidades necesarios para hacer efectiva la libertad de todos aquellos que no dispongan de los mismos. Incluso una parte del pensamiento liberal ha aceptado este planteamiento. El reconocimiento de una libertad que uno no puede ejercer materialmente, por falta de los recursos necesarios para ello, es una falacia. En consecuencia, aquellos que postulan la no intervención del estado, están defendiendo la imposibilidad de de ejercicio material de algunos de las libertades y derechos que, formalmente, reconoce el ordenamiento a buena parte de los ciudadanos.

En conclusión, la libertad sigue siendo una hermosa idea. Pero es una idea que incomoda, porque las desigualdades, económicas y sociales, hacen imposible, para muchos, su ejercicio efectivo.

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