El otro yo

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Una pareja pasea por la playa de Cortadura de Cádiz, en una imagen de archivo. FOTO: DIPUTACIÓN DE CÁDIZ
Una pareja pasea por la playa de Cortadura de Cádiz, en una imagen de archivo. FOTO: DIPUTACIÓN DE CÁDIZ

Tiempo que pasa y se apresa en la memoria. Instantes que, sumados uno a uno, convierten un día en inolvidable, en un para siempre. Un puñado de rituales que se suceden y significan en la medida en la que el alma siente; pasos que llevan hacia una mesa, bajo un arco, junto a una cruz… con el ritmo que marca el corazón acelerado. Un día, un momento, que se espera toda una vida, que se sueña desde una azotea con música melódica en el walkman y la mirada puesta en las estrellas: la compañía que mejor permite imaginar. "Rara vez lo hallamos, pero existe. Solamente una vez amé en la vida. Con la dulce y total renunciación… Una vez nada más se entrega el alma. Solamente una vez y nada más. Y debe ser cierto". Ha pasado casi un lustro desde que dejé que los versos del bolero inmortal de Agustín Lara me inspiraran una columna. Aquella que llevaba por título El otro tú, y en la que me embarqué en la nada pretenciosa tarea de poner palabras al amor.

"O quizás, amar estriba en derribar los mitos, en descender a la tierra, ponerle el pijama y ver si resiste el golpe", decía entonces. Un paso definitivo en ese aterrizaje de emergencia es ese instante, ese en el que se pronuncian tan solo dos palabras, un consentimiento, una declaración de intenciones. La más sincera de todas. Tras el final de cuento de cualquier relato Disney llega la realidad, esa en la que trascender los fuegos artificiales y asentar en el día a día un compromiso honesto. Una vez escuché que amar es conocer lo peor de otra persona y aun así seguir queriendo estar a su lado, abrazándolo fuerte, lamiendo alguna que otra herida y riendo a carcajadas una buena madrugada. Yo cada vez estoy más segura de que amar es ser capaz de mirar con sorpresa aquello que se ha contemplado miles de veces. Ser capaz de seguir descubriendo a quien nos conoce de memoria. Y sentirse en casa.

Dos cuerpos, dos almas, dos cerebros y un solo instante: aquel en el que convergen dos trenes, dos temperamentos, dos sacos de neuras, miedos y deseos. Dos vidas que deciden compartirse para ser más, para ser juntos, para dejarse ser. "Conocer al otro tú, al que hace lo que tú no haces, que piensa lo que tú no piensas, que dice lo que tú no dices, al que es capaz de embriagarte, es un privilegio". Por eso, cuando el otro tú —el otro yo— se muestra, ese “sí” tiende a escaparse de los labios, por mucho que el mundo te impida darlo o que los elementos estén de morros y hasta acechen en forma de pandemia mundial.

O será que la razón es que nos sobran los motivos. "Amar es una búsqueda sin buscar, un encuentro inconsciente, una entrega sin renunciar a uno mismo, un tú que no soy yo, que es otro yo. Un todo vulnerable y férreo, un todo que habita dos mundos. Dos tiempos… fundidos en uno solo". Hoy, dos días después del instante, sigo sin bajar de la nube de apresar un para siempre y voy a dedicarme a mirarte con sorpresa.

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