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La belleza tan arbitraria como el tiempo, pero simultánea a esos pequeños ratos de felicidad que vivimos, es la que me persuade a vivir en Quito, en plenitud de los sentidos.

En el oficio diario de vivir, vivo en Quito, una ciudad extraña a mis afectos, desde que emigré a ella hace más de una docena de años, en una coyuntura en que la lógica funcionaba prácticamente al revés. España estaba sumergida en pleno bullicio del esplendor económico, así como los chorizos y otra sarta de delincuentes de guante blanco hacían su agosto porque ningún impertinente del poder judicial venía a imputarles en tal o cual proceso.

De esa forma, mi país se había convertido en un punto de inmigración en búsqueda de oportunidades para ciudadanos de Sudamérica, en particular los ecuatorianos, agotados por un “feriado bancario” y sustitución del sucre –la moneda nacional- por el dólar, en cuya conversión la devaluación llegó a ser de tal calibre que arrastró al país a una crisis sin precedentes, a finales de la década de los 90. Parece ser que en nuestra península encontraron una mejor forma de salir adelante, y con ello seguir apoyando a sus familias en la distancia, justamente por medio del conocido mecanismo del envío de remesas, es decir, de cuantías periódicas de dinero con el que apoyar la menguada economía local.

Por el contrario, yo emprendí el viaje al revés, y con una motivación no forzosa, sino libremente asumida. Lo más paradójico es que, pese a la aparente desorientación del primer día, no tardé mucho en adaptarme a las circunstancias y dejarme absorber por la belleza y fuerte contraste de su capital, Quito, encajada en la cordillera andina y de los que hasta ahora, llevo muchos años en ella, aunque de forma discreta y apartado de toda fuente de maledicencia, chisme e impuntualidad, que son algunos de los males que la abarcan.

Sí. Dije bien, pese a que en el ámbito local les resulta sumamente incómodo el que evidencies tales inconvenientes, y lo ven como un sinónimo de que hablas mal de ellos. La frontalidad no suele estar bien vista por estas latitudes urbanas, sino que más bien todo pasa por determinados protocolos de presunta educación, como la típica expresión de “no seas malito”, y en el fondo esconden cierta “viveza criolla” o simple hipocresía.

Pero más allá de esos inconvenientes, Quito sigue impactándome con profundos trazos de buen espíritu en las personas con nombres y apellidos que lo habitan y que, generalmente, también suele cumplir la regla universal de que quien menos tiene es el que también ofrece más, hasta congregar una colmena de personajes y habitantes citadinos, al más puro estilo de la novela homónima de Camilo José Cela. Un universo de ocupaciones que en las ciudades y aún en los pueblos de España, hemos ido perdiendo al hilo del propio transcurso del tiempo.

Es así como aquí todavía predominan las tiendas de barrio donde encuentras de casi todo, los vendedores ambulantes de fruta, los lustrabotas, los que traen su marisco en una carretilla los fines de semana, las pequeñas papelerías, los encargados del control de los estacionamientos, el ulular de los vendedores de periódicos y, hasta la figura del “caserito” que no es más que el encargado de la tienda donde acudo a comprar, con un trato familiar y cercano, como si nos conociéramos de toda la vida, o Raúl, que nos trae la fruta todos los domingos y aprovecha el espacio del patio de una casa para esparcir toda su mercadería de frutas, legumbres y lácteos. Todo ese espíritu me sorprende a diario y me sacude de optimismo, de forma que equilibra la balanza de los inconvenientes que mencioné con todo este trasiego de anécdotas.

De entre todos ellos, también sobresalen otros espacios en los que me voy fijando, sin haberlos premeditado, pues sólo hay que ver más allá y detenerse en un punto del temblor. Tal punto, una vez aislado e individualizado en las emociones, adquiere su propio valor.

Cierta mañana, a la hora del almuerzo, que unas veces voy a casa y otras me pierdo literalmente por las cercanías, en la explanada junto al Ministerio de Medio Ambiente había una feria de comida esmeraldeña, cuyos olores, música y agradable griterío llegaron hasta mis oídos y, con una compañera de trabajo, probamos fortuna en medio de aquella batalla a favor del apetito. Cómo no. Vamos allá. A ver qué nos ofrecen ante nuestro paladar y narices. Y producto de todo aquello, de entre todas las sensaciones de placer, buen trato y cariño, me quedé con el semblante de dos orondas y bondadosas cocineras, destacando su “belleza” de entre las ruinas en que se ha convertido el propio concepto entrecomillado. Después de haber almorzado sancocho de camarón y corvina frita con menestra, conversado con la mesera acerca de aquellos y otros platos, e incluso habiéndole mostrado una fotografía de mi madre dirimiendo con la parrilla sobre la boca de una chimenea, en una bodega de Torquemada.

Fruto de aquella brevedad vivida y sentenciada, llegué a pensar en voz alta. Tenía el corazón a punto de salir en otra dirección, más allá del esperpento reinante y de la poca frontalidad allí existentes. Aquellas dos gentiles cocineras son una lección soberana de humanidad a muchos de aquellos que han pasado por mis ojos con más vergüenza que gloria.

La extraña moraleja que me quedó de aquel mediodía es que la belleza tan arbitraria como el tiempo, pero simultánea a esos pequeños ratos de felicidad que vivimos, es la que me persuade a vivir en Quito, en plenitud de los sentidos.

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