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Le basta con saberse feliz en aquel muelle destartalado a punto de caerse a pedazos con cientos de escaleras de aluminio apuntando a los fondos del adriático.

Que no naciera durante la guerra no quiere decir que no la padeciera aunque esa será la historia que tendrá que contarse, alguna que otra noche, para entender lo que le irá sucediendo durante el resto de su vida.

El caso es que el joven no tiene más de veinte veranos. Apenas tiene pelos en el pecho y su joroba de adolescente -que irá desapareciendo con el devenir de las mujeres y los lutos- todavía moldea la forma que tiene de caminar sobre el muelle hormigonado; un andar gracioso como a punto de despegar o de caer -que en los desafortunados viene a ser casi lo mismo- y con unos pasos tan cortos que me hacen pensar que su timidez le impide siquiera pisar los charcos que los otros bañistas van dejando olvidados al salir del mar.

Me está mirando y sé que se está preguntando que qué diablos hago en Neum, en esos veinte kilómetros de costa que un rey extranjero -derrotado o borracho- regaló a sus antepasados hace ciento cincuenta años a cambio de nada.

Sé que se lo pregunta pero también adivino en sus formas modestas que no le importan las respuestas. Le basta con saberse feliz en aquel muelle destartalado a punto de caerse a pedazos con cientos de escaleras de aluminio apuntando a los fondos del adriático. De hecho le observo desde el anonimato que me otorgan mis gafas de buzo y siento su dicha; una alegría inmensa que no consigo descifrar y que la sostiene una toalla blanca de cuarto de baño de hotel. A un metro de su pedestal prestado de algodón tiene a sus amigos bebiendo refrescos bosnios de cola – uno de sus colegas lleva puestas unas gafas a la que le falta una patilla- pero creo que se tienen muy vistos porque apenas se hablan entre sí salvo para reírse de una anciana que no para de comer sandía junto a un coche que parece incluso más viejo que ella.

Se escucha a la chicharra partirse el pecho en las ramas de los pinos. Me resulta insoportable ese animal con alma de timbre de bicicleta y cuerpo de cáscara de almendra.

No puedo más con el calor y el canto de las chicharras y me lanzo al vacío. Siempre creo lanzarme al vacío cuando me arrojo al mar. Y ya bajo el agua -todavía- siento el peso de la mirada del muchacho. Bajo el agua lo percibo como una gran pincelada de acuarela expandiéndose y él me verá como uno de esos peces rojos que apenas se inquietan con mi presencia. Me saben lento y temeroso. Eso me hace tenerlos a un palmo de mi boca. Podría hablarles y conseguir que me entendieran pero la escasez de aire, paradójicamente, me hace subir.

Y con mi cabeza a ras de las aguas lo veo nuevamente pero esta vez, extrañamente, con un manguito hinchable en cada brazo, a escasos segundos de bajar al mar por las escaleras. Me mira y me regala una mueca tanto de orgullo como de vergüenza. Para acompañar aquella inesperada situación le comentó algo tan esperado como que The water is cold.

Se limita a sonreír pero esta vez sin mirarme. Y con la sonrisa en la cara se ha lanzado al agua con tanta prudencia que su cabeza, al contrario que su cuerpo hecho de alambre y pólvora, se mantendrá seca durante todo el rato que yo decida estar en el único pueblo bosnio con derecho a mar.

Lo veo flotar peor que un gato pero grita jubiloso Goooood como podría hacerlo el ser más vivo de la Tierra. Sé que no para de buscarme esta vez con la palabra. Its gooood. Its gooood grita a mis ojos.

Sus palabras suenan como el llanto alegre de los niños recién paridos.

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