Raúl Ruiz-Berdejo. Secretario local del PCE.
“Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime”. A partir de estas palabras del poeta y dramaturgo comunista Bertolt Brecht, trataré de reflexionar, en las siguientes líneas, de una cuestión que considero sumamente trascendente: La violencia.
Cada vez es más frecuente oír eso de que la violencia nunca está justificada. Pronunciada hasta la saciedad, es una frase que ha terminado convirtiéndose en dogma y cuyo sentido, a día de hoy, pocos se atreverían a discutir. Yo voy a hacerlo. Y no porque desconozca los riesgos de defender mi argumento frente a una de esas certezas que la opinión pública se niega a discutir. Lo haré porque considero que convertir la violencia en un tabú sin, ni tan siquiera, profundizar en su causa u origen es un error de magnas dimensiones como lo es criminalizar de igual manera al opresor y al oprimido sólo porque éste último, llegado al límite de su resistencia, decida rebelarse o revolverse.
La violencia, aunque no nos guste, existe. Y su monopolio está en manos de unos pocos. Los mismos que empujan a un padre de familia a buscar comida en la basura o a dormir entre cartones condenan públicamente a quienes ejercen su legítimo derecho a la protesta. Llevar a una persona hasta el extremo de quemarse a lo bonzo en una sucursal bancaria no es violento pero sí lo es emprenderla a golpes con un cajero automático de ese mismo banco. Lo es porque así lo decide la clase dominante y porque, gracias a la influencia ejercida desde los medios de comunicación, así lo acepta la clase dominada.
Por eso, partiendo de la premisa de que la sociedad se divide en clases sociales en permanente conflicto, hemos de aceptar que la violencia es una realidad latente. Es ejercida de forma sistemática por una clase para dominar y reprimir a la otra. La padecen aquellos trabajadores que, día tras día, son explotados en sus centros de trabajo y los que son coaccionados y amenazados con un despido que les situaría frente al abismo, los parados que hacen malabares para poder salir cada día adelante, las familias que son desahuciadas diariamente ante el silencio cómplice de nuestros gobernantes, los inmigrantes a los que se les niega un derecho básico y fundamental como la atención sanitaria, las mujeres a las que se les priva del derecho a decidir sobre su propio cuerpo, los manifestantes que son apaleados por las “fuerzas del orden” sólo por ejercer el legítimo derecho a la protesta… Aunque hayan conseguido camuflarla con argumentos vacíos, existe. Y la provocan ellos. Sí, los mismos que después, haciendo gala de un superlativo cinismo, tienen la poca vergüenza de responder con eso de que “la violencia nunca está justificada” frente a quienes no hacen otra cosa que defenderse.
No quiero que nadie piense que trato, con este artículo, de hacer apología de la violencia. No es esa mi intención. Sólo trato de definir la línea que separa la acción de la reacción. Y lo hago porque, aunque no me guste, asumo que la violencia es una realidad que, históricamente, ha jugado un papel decisivo en el desarrollo de las diferentes sociedades. Y no tengo ninguna duda de que, nos guste más o menos, lo seguirá jugando. La violencia, de forma más o menos evidente, es el método que utilizan los que mandan para someter a los que obedecen. Y también es el que usan los que obedecen para, cuando se les agota la paciencia, rebelarse contra quienes les someten. Es así hoy y ha sido así siempre. Todo cambio social profundo ha estado precedido por la reacción de quienes se rebelaron frente a la violencia que sobre ellos se ejercía. Como defendiera Marx, “la violencia es la partera de toda vieja sociedad quelleva en sus entrañas otra nueva”.
Por eso, más allá de mensajes demagógicos e interesados, es necesario que sepamos asumir que la violencia ha sido, es y será siempre una realidad y valoremos hasta qué punto puede ser más o menos legítima, que sepamos distinguir la que algunos ejercen con absoluta impunidad y naturalidad de la que otros usan como respuesta, fruto de la desesperación a la que son sometidos. Pues, si como ellos defienden, la violencia nunca está justificada, quienes obvian la que el poder ejerce contra los pueblos no están haciendo más que, consciente o inconscientemente, justificarla, legitimando la que se ejerce como acción y criminalizando, únicamente, la que surge como reacción o respuesta. Por eso, antes de repetir esos dogmas tan biensonantes que el régimen alimenta de forma interesada, recomiendo profundizar en qué es la violencia, cómo se manifiesta y, sobre todo, quién la ejerce en su verdadero origen.


