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Las caderas de la bailarina, al ritmo de rayo griego, no pararon de moverse en su viaje a Ítaca hasta que la desconectaron; una hawaiana solar de plástico duro con guirnaldas azules —alejada de su tierra pero sin fecha de caducidad— y de eterna sonrisa roja..., descolorida por dos semanas de sal y viento. La desconectaron —dándole el descanso que se merecen los amuletos— cuando el ancla del velero ya arañaba el lecho marino; mientras sus ojos azules pacíficos encaraban ilusionados y expectantes la pequeña cala donde iban a fondear dos madrugadas; esa misma caleta donde Ulises soñó tantas noches a su Penélope para no olvidarse de quién era; esa misma playa donde bailaría poseída de fuego y deseo cuando muriera la tarde.

Pero cuando todos marcharon, dejándola sola en el barco y con Ítaca a sólo diez golpes de remo, tuvo que limitarse a contemplarla en silencio desde la cubierta; observar la quietud propia de su isla que tardó milenios en ser dibujada sobre un mapa y descifrar los vaivenes de aquel cielo alto de postal y mano de artista; limitarse a predecir los atajos de los peces y el baile de los pescadores..., danzas mortales de látigo y anzuelo que siguen transformando, en pocos segundos sin aire, rojos coralinos en grises opacos.

Y así fueron pasando las horas y luego el Tiempo; y con el paso del Tiempo fue secándose lentamente la cubierta del velero mientras a lo lejos, sobre la playa, veía cómo unos niños jugaban a piratas con espadas de madera..., a la vez que era entregada al sol y subastada a los padres la pesca del día.

La bailarina tenía a Ítaca tan cerca y tan cruelmente lejos que empezó a gritar que era otra mísera isla del mediterráneo; otra idéntica a las demás..., con su molesto levante viejo y sus estrellas caídas al mar. Pero calló porque no le podía estar ocurriendo y menos después de tanto anochecer de insomnio y letargo, tanta marejada y vómito. No..., y menos para una incansable bailarina como ella traída del Pacífico Sur en un carguero sin bandera.

Pero no sabía que también había alguien en la isla que no podía abandonar su lugar en el espacio: un hombre que había nacido en Ítaca para morir en Ítaca; un hombre al que le hubiera podido faltar el nombre y nadie se habría dado cuenta; un hombre sobre las sombras de su propia casa; uno clavado en la tierra como la bailarina tenía su pies de plástico pegados a la proa junto a una pequeña bandera de Malta.

El hombre, desde la falda de su montaña, podía ver al velero flotando en unas aguas cristalinas que conocía como a su propia saliva; que temía como a su propia e innata fatiga; fatiga de todo y de nada al mismo tiempo.

Tenía tanto miedo que no pudo ver, desde las maderas podridas de su puerta azul, cómo la pequeña bailarina rompió a llorar de tristeza el tercer día; ese tercer y último amanecer en el que la pleamar le acercó —indolente— varios metros a la costa..., insuficientes para corroborar por ella misma el mitológico juego de la Realidad y la Ilusión.

Ésta rompió a llorar cuando los navegantes, una vez que subieron a bordo y desplegaran sus velas, accionaron su dispositivo obligándola a bailar bajo el tórrido sol greco mientras ponían rumbo a otra isla..., justo en el mismo momento en el que el hombre —en su único arrebato animal que se le conoce— se adentró en el mar hasta la cintura sin poder evitar que el barco se marchase para siempre.

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