Declinaba el sol tras los bananeros, a eso de las cinco de la tarde. Un joven novicio me mostraba la sala principal del templo en el que residía, atestada de budas folclóricos que llamaban a la lluvia. En las paredes, torturas sulfúricas y jardines celestiales nos animaban a conversar sobre los 31 estados de conciencia en los que uno puede renacer de acuerdo con sus acciones. Como de costumbre, yo me hacía el ignorante ante el budismo “real”; hecho al de las adaptaciones occidentales, no tenía que forzarlo mucho.
Salió el tema de los animales, que son uno de los llamados “renacimientos desgraciados”. ¿Por qué, preguntaba yo, debíamos compadecer a esas criaturas egoístas sin redención posible, que difícilmente tendrán la oportunidad de un renacimiento mejor? Todo lo que harán será seguir matando y dejándose matar, acumulando deméritos, incapaces de inteligir las nociones morales más básicas. ¿Qué sentido tiene lamentarnos por su condición, destinados a perseguir sin escrúpulo los placeres de los sentidos de aquí a la eternidad?
“Es verdad que ellos —respondió mi amigo, en un inglés sencillo como sus vestimentas color azafrán— quieren todo el tiempo, quieren demasiado.
Pero no quieren querer.”
En un mar de jungla y cabañas, un mundo feudal y comunista, de propaganda pintada a mano y gendarmes en bicicleta, alguien acababa de expresar una ética madura hacia los demás seres sintientes. Sin caer en el idealismo de la torpe humanización animalista, se posicionaba frente a la tradicional indiferencia de las religiones que nos consideran el súmmum de la Creación.
Todos los malhechores de este mundo son movidos por el deseo, pero todos son inocentes en sentido último. Porque al deseo no lo ha llamado nadie.
“Si quieres, puedes venir a rezar en pali a las seis y media. Ofrecemos libros en el alfabeto de los ingleses” —se refería al de los romanos.
Ojeé esos cánticos bilingües, mucho más antiguos que la nación que los acogía. Qué digo, que la mía.
“…por el Perfecto Iluminado, que nos hace más poderosos que los propios dioses”.
Pero esa tarde me encaminaba hacia la capital, y de allí hacia mi siglo, sin saber que volvería a descubrir, en mi próxima visita a los monasterios de la vieja Indochina, que los dioses sólo toleran nuestra risa.
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