Pastel en una boda.
Pastel en una boda.

 Ya sea con cura o sin él, la cosa es que llega un momento en que apetece, un instante en el que aflora la princesa que la Disney ha inoculado en cada una de ellas.

Siempre la dama de honor, nunca la novia. Esta especie de maldición femenina puede amenazar a las mujeres tan pronto han cumplido la treintena y/o sus amigas empiezan a desposarse. Es entonces —entre tanta felicidad nupcial, flores y más flores, cubierto de 70 euros y orquesta de postín— cuando la invitada moderna en cuestión puede sentir que algo le falta, que precisa ser “la elegida”. Así se lo han enseñado su madre, su abuela, las compañeras de trabajo, los cuentos de hadas, las revistas, las novelas y el cine (y no necesariamente en ese orden).

Planteo la posibilidad porque esta es, claro está, una visión anacrónica del asunto, pero suele afectar en algún momento a féminas de toda condición y formación. Estén (estemos) dispuestas o no a reconocerlo. Ya sea con cura o sin él, la cosa es que llega un momento en que apetece, un instante en el que aflora la princesa que la Disney ha inoculado en cada una de ellas, una noche en la que desea ser la reina del baile de un instituto norteamericano —coronita sobre la testa y quarterback del brazo—. Así, un buen día, se toma la decisión o esta toma por el cuello a la pareja.

Y lo importante entonces es la novia. No nos engañemos, el novio está ahí para cubrir expediente (o eso tristemente les han enseñado), pero la protagonista de todos aquellos tules, merengues, adornos y catálogos… es ella. Aquello no toma forma hasta que la personalidad de la novia está claramente definida en cada detalle, que dicen las revistas de moda. En el mejor de los casos, se trata de una fiesta para enseñar lo guapa que se puede estar, lo feliz que se puede ser y la de dinero que se puede gastar (y no necesariamente en ese orden). Cuando una de ellas contempla su futuro se imagina como una dama que camina con honores hacia su caballero, pero no como una dama del honor de otra. Por lo menos, no para siempre.

Ya no es necesario un enlace para abandonar el nido paterno, ni tampoco es preciso el sostén económico del marido, ni la joven ansía el matrimonio como prioritaria meta vital. La obligación ha muerto, la necesidad ha quedado en el olvido, la imposición ha cesado (al menos, en la mayoría de los territorios) pero, sin embargo, el deseo persiste.

La raigambre cultural tiene en esto mucho que decir, la fusión de activos también —aunque solo es reseñable en las altas esferas y en estos círculos se protege bien lo de uno—, el miedo a la soledad, las ganas de ser cuidado o cuidada… pero también anda por ahí el amor romántico. Aquello de decidir unir la vida propia a la de otro ser no parece pasar de moda, especialmente si tenemos en cuenta que se contempla como la mayor prueba de cariño. No obstante, de esto no se habla mucho, tal vez por su indulgente tono de obviedad.

La tendencia inconfesa suele estar más en la línea de cumplir etapas y rellenar la ficha vital, de responder satisfactoriamente a las expectativas prefijadas por muy caro que salga el menú. Y es aquí donde pasamos a hablar del mundo real como las revistas nos lo han enseñado. Si tus padres te quieren lo suficiente se hipotecarán hasta las cejas para pagar la boda de tus sueños —¿y cómo ha llegado ese sueño a instalarse ahí? Qui le sait!—, si tu madre ve la sonrisa radiante en tus labios al probarte ese vestido de firma imposible, te lo comprará. Y todo eso, porque esto pasa una vez en la vida. Ningún otro día habrá tanto encaje, ni tantas flores, ni tanta laca por metro cuadrado. Y sobre todo, ningún otro día se hará todo aquello por ti, que te lo mereces. Los honores que se rinden a la dama no van a durar para siempre pero al menos tiene un día entero para ser el centro de atención envuelta en perlas, gasa y satenes.

Pues bien, llegados a este punto de la ceremonia, permítame el lector una maldad. No hay nada que más tensa pueda poner a una novia que la sensación de que algo escapa a su control, y creo haber encontrado un temido cabo suelto. ¿Por qué la felicidad de esta dama tiene que ser directamente proporcional a la cantidad desembolsada en el evento? ¿Quién nos ha enseñado que ahí reside la alegría nupcial?

Tal vez, la pequeña novia comenzó a asumir sin crítica que la dicha se vehicula por ese cauce leyendo su primer cuento de hadas. No podemos culparla de querer ser por un día la princesa de la historia, pero sí debemos cuestionarnos hasta qué punto es lógico que alcancen tal protagonismo estos ostentosos honores materiales. ¿Por qué será que no sabemos hacerlo de otro modo? Puede que nos dé una pista lo que hoy leemos, lo que vemos y lo que escuchamos. El universo simbólico de la dama, de la princesa, de la reina del baile, de la chica que sueña en tul… tiene quizás una respuesta. La estrella del día. Fulgores, destellos y… sombras. 

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