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José Chamizo avistó, poco antes de las seis de la mañana, un vehículo que estaba viniendo hacía la caseta donde realizaba su trabajo como guarda de la casa en la viña de San Hermenegilda. Bernarda se incorporó al ver las luces de los dos faros en la inmediata lejanía. La noche era húmeda, fría y caía un relente muy jerezano. Al cabo de dos minutos estaba allí Matías invitándola, de nuevo, a realizar, a la inversa, el viaje al palacio.

 -¿ Qué es todo ésto, Matías? ¿Para qué me saca el capitán de la cama y me hace venir casi a Sanlúcar a que pase la noche con José Chamizo? El chófer le dijo que él no sabía nada, sólo recibía órdenes y las estaba ejecutando.

- Señora Bernarda, yo soy un mandado, llevo en el palacio más de veinte años de chófer porque ni hago preguntas ni digo respuestas. Eso es lo único que me ha mantenido en mi puesto para poder llevar una vida más o menos digna, para que los míos se puedan llevar algo caliente a la boca.

Bernarda comprendió que ante esa réplica le iba a resultar imposible sacar alguna conclusión y que sin duda Matías no era el hombre más adecuado para sacarla de aquellas tinieblas en su incertidumbre.      

Jamás en todo estos años de servicio su sueño fue alterado, y sus noches de rezos y sofocos eran respetadas. Salvo por alguna indisposición en la salud de doña Elvira, sus rutinas eran absolutamente sagradas para ella como la lechuza caza ratones blanquecina que era. Jamás el capitán reparó en su presencia ni muchos menos los herederos, que  desde niños tenían asignados una criada para cualquier asunto que les surgiera durante su descanso en la madrugada. El camino de vuelta se le antojó mucho más corto. Por la ventana reconocía ya la figura de la ermita de guía. Era la atalaya que daba la bienvenida a los que, desde Sanlúcar, se adentraban en la ciudad de las bodegas y los caballos. Dejándola atrás, entraron sin pausa. Justamente en el tramo antes de amanecer, donde la oscuridad es más silenciosa y el silencio es más oscuro.

-Hemos llegado señora. Le advirtió el diligente Matías.

-Muy bien, menos mal, estoy cansada.

El palacio seguía aun en el silencio más absoluto y decidió entrar en él sin hacer ruido para no molestar demasiado. Tampoco le gustaba la idea de que la vieran a esas horas como a una garduña de la sierra. Sus valores le hacían relacionar la nocturnidad fuera de su alcoba con la inmoralidad, y sin entender nada, quería estar de nuevo en su dormitorio antes de que sus actividades la reclamaran de nuevo. Sabía que Doña Elvira tenía programado un viaje a Sevilla y que a las siete y media debería estar compuesta y activa para vestirla y estar preparada para servir cualquier orden que su ama y amada deseara. Entró en el cuarto sin advertir ningún cambio.

El cansancio acumulado sólo le hizo pensar en poder aprovechar el tiempo y dormir un poco antes de comenzar el día, algo raro en ella, pero la noche le pudo. Se quitó la ropa, bebió un poco de agua y echó las cortinas de la forma más hermética posible. Pensando en que el sol podría turbarle el poco rato de sueño que le quedaba. Y cayó rendida, sin regusto ni agradeciéndolo porque también veía en ello culpabilidad y ociosidad. Pero a Bernarda Ventura le pudo el sueño, vaya si le pudo. Tanto que se quedo dormida, de forma anárquica y placentera, por primera vez en toda su historia como esclava de la casa de los Eton. Entonces, de nuevo, y por segunda vez en la noche, llamaron a su puerta. Esta vez no fueron sólo golpes sino que también estaba doña Elvira. Gritando, la animaba a salir de la cama.

- ¡Bernarda, levántate!

Al oír la voz de su ama el estómago le dio un vuelco y se la agrió la boca con la poca leche que le había ofrecido en la viña el bueno de José Chamizo. Comprendió que había fallado y que seguramente su señora había sido vestida por otra criada más madrugadora, se odiaba por ello. Porque conociendo a la dueña del palacio no iba a dejar que su tardanza le afectase en el horario, y tampoco dejaría de desaprovechar la oportunidad de regocijarse en un fallo de tal magnitud, permitiendo que durmiera, para luego recriminárselo.

De nuevo el mismo proceso hasta que vistió su piel viscosa y transparente. De nuevo el agua y el jabón en la palangana y de nuevo la seriedad en su rostro y las formas de una gárgola de Notre Dame para salir a recibir el nuevo día que Dios regalaba. En la puertas tres siluetas: el capitán vestido con otro traje, afeitado impecablemente y con mucha pomada en el pelo. El señorito Jaime de las mismas hechuras, pero con un modelo más acorde a sus necesidades más modernas. Y la figura siniestra de doña Elvira que en su cara y en su cuerpo tenía las palabras traición y desengaño tatuadas como un salvaje del pacífico. Y marcadas a fuego como hacen los hombres rudos con los erales en las ganaderías.  Se quedó petrificada, de nuevo, tras aquella noche de sorpresas, no entendía que la real comitiva de palacio la fuera a buscar a la puerta de su madriguera como si ella fuera la dueña de todo y de todos. Como si ella fuera alguien importante. - Buenos días señora. Y buenos días Señor Eton y señorito Jaime, ¿ qué desean? Perdón por mi tardanza, ha sido la primera vez… La marquesa la interrumpió con el brazo derecho en alto y solo dijo cinco palabras: abre tu armario Bernarda Ventura.

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