La Alameda Vieja, en una imagen de otra época.
La Alameda Vieja, en una imagen de otra época.

Una ceremonia corta pero bonita. La peña y su silueta blanca se levantaban majestuosas para dar un homenaje a los novios. San Agustín, San Pedro, Santa María y el castillo dibujaban una cresta perfecta en una silueta, instalada desde el principio de los tiempos. Moros y cristianos, caballeros y reinos Taifas y los cuentos de mil y una noches. Serpientes que son calles en forma de laberintos con sus fantasmas y sus leyendas. María no podía imaginar un marco más acertado para el mejor día de su vida. Había pasado demasiado tiempo desde que Pitt se armase de valor en el tabanco de Sebastián para pedirle, con timidez y poco acierto, que lo acompañara a dar un paseo por la Alameda Vieja. Muchos años, meses, días y horas anhelando y cuidando de aquel amor que lo cogió por sorpresa. A una edad donde podía intuir que la soltería iba a ser una constante en sus momentos y en su rutina vital, pero la vida da sorpresas, siempre las da.

Las vecinas engalanaron las calles y pusieron una alfombra de flores, como si fuera María una reina Nazarí. No es que fuera Arcos un pueblo pequeño y poco acostumbrado a acontecimientos, pero la noticia del casamiento entre un ingles y una lugareña levantó la curiosidad de quienes tomaban como suya a la que criaron desde niña. Esa que cuando pudo tomar consciencia de la situación y el destino que le aguardaba en Arcos, completamente rural, pasó a coger las maletas y fue a colocarse en casa de Sebastián. Eduarda era ya como una madre para ella y tras ganarse el respeto en el tabanco y en Jerez, por no ser mujer larga ni dada a bromas y chanzas, pudo llegar con la cabeza alta al día de su boda. Tiempos donde la mujer tenía que mantenerse esclava de la moral y los hombres.

Salieron de la iglesia agarrados de la mano. Ella con vestido blanco, ese que con tanto mimo habían cortado y cosido sus primas. Y él con un traje príncipe de Gales, con una camisa blanca y una corbata y un pañuelo color borgoña. Gemelos, un buen reloj, que le dejó el capitán Eton, y el afeitado y el pelo dignos y asesados como la real ocasión lo merecía. Parecían reyes. La felicidad, por haberse encontrado, les embriagaba y pasados ya los nervios de la ceremonia tenían la mente puesta en el estupendo convite que les esperaba en un mesón que había por el Santiscal. Un lugar que regentaba un tío de María, Rafael el bizco. Bien preparado y fresquito para tomar las viandas y el vino que los amigos de la bodega también aportaron. El mismísimo capitán Eton, aun en su posición, dispuso de tres botellas de whiskey de 12 años cada una, y les regaló a los novios una habitación frente al mar en El Puerto de Santa María. Así como también el coche, que conduciría el chófer de la bodega, para que se trasladaran los novios en todo momento por Arcos y hasta su vuelta a Jerez.

Se sentaron los familiares. Pitt se acordó de los suyos, de los vivos y de los muertos. Pero el viaje de Bristol a Jerez era largo y la familia mandó felicitaciones y algún giro postal con dinero. Su asistencia les fue imposible. Recibió cartas explicativas donde con pudor y responsabilidad todos daban sus motivos por no poder asistir. Comieron de lo lindo, varios quesos y embutidos iniciaron la ronda gastronómica en forma de aperitivos. Para dar paso a los pollos que con maestría había guisado la madre de María. No como los hacía Eduarda, las cosas como son, pero éstos tampoco se quedaban cortos. Un poco de jamón, no mucho. Y el majestuoso vino de Jerez.

Corrió como ríos de alegría y llenó los estómagos de todos los invitados que pronto echaron mano de la guitarra. Sevillanas, Bulerías y algún Fandango serrano, para formar también coros donde, a porfía, también se cantaban Soleares. La llegada de los postres fue muy esperada y aclamada, los bollos de Arcos y los dulces de Medina aromatizaron el ambiente. El aguardiente y el whiskey terminó por dar la puntilla a algunos que no estaban acostumbrados al escocés y se fueron al fresquito del río a echar la siesta para no dar una imagen muy lamentable. Risas, bailes y muchos niños chicos que llenaban el ambiente con emoción.

Pero de pronto el banquete se silenció como si por las puertas hubiera entrado el mismísimo demonio. Algunos hombres se levantaron al ver en la puerta la figura de dos siniestras capas con tricornio y sus fusiles. Los príncipes de la muerte estaban allí y no se intuía nada bueno. El ambiente estaba enrarecido y a más de uno se le quitó hasta la borrachera. Las mujeres cogían a los niños entre sus piernas temblorosas por puro instinto. Los viejos no pestañeaban, sabedores, y María dio un grito agónico y desgarrador cuando un cabo con una voz siniestra pregunto: ¿Peter Walcot? ¿Pitt?

Nuestro recién casado se levantó, con el estómago ardiendo, y se la agrió el vino, las ganas y la comida, pero no perdió la compostura ni dio muestras de miedo. La boca se le secó, mientras el mercenario de la infamia le decía: acompáñenos al cuartelillo. Despídase de la novia. María volvió a gritar pero esta vez se desmayó. Agarradas por sus primas y ante la impotencia de los hombres cabales de Arcos, algunos palpando sus navajas en el bolsillo, los dos uniformados se llevaron a Pitt, el inglés.

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