“Mejor quisiera estar muerto que verme para toda la vida, en este penal del puerto, Puerto de Santa María”
Manuela estaba recostada en su celda cuando una voz ronca y despiadada la llamó para que formase en la puerta. Escuchó su nombre y dio un respingo desde su quinta angustia, casi evaporada. En la cárcel y en sus circunstancias nada bueno era de esperar si tu nombre, casi a las claras del alba, es anunciado. El carcelero la tomo del brazo y le puso unos grilletes. Sin mirarle a la cara.
-Te vas para Jerez a que te juzguen por esa puñalada que diste, ¡ Levanta gitana!
La amargura de Manuela se podía cortar con un cuchillo al recordar los hechos y reparar, tras tantas horas libres para pensar, que quizás la pena y la humillación la llevaron a cometer aquel acto que no la dejaba dormir. No habitaba bien en su cuerpo, en un sueño sin descanso desde que su Rafaeillo el chico cayera muerto debajo de los caprichos de la señorita Margarita, porque era una mujer reflexiva, y todo, en ese contexto, era digno de análisis.
-Venga rápido, gitana, sube al camión. Entre empujones y con otras dos compañeras entraron en el vehículo pensando en la más que evidente pena capital que el juez siempre imponía a los pobres de necesidad en sus circunstancias. Dos guardias civiles se sentaron dentro, junto a ella. La figura de las parejas eran siniestras, dos diablos bajos y degradados en la jerarquía del infierno, dos sombras. Los del tricornio, siempre prestos a engordar la panza sin reparar en que su beneficio pasaba por la represión y el sueldo de un estado, en este caso, dictatorial y casi absolutista. El vehículo arrancó a las nueve de la mañana. Manuela empezó a tener nauseas por el miedo y los nervios debido a que tenía el estómago vacío y porque no estaba acostumbrada a ese tipo de viajes. Uno de los guardias civiles empezó a hablar con ellas.
-No quiero ninguna tontería. Si tenéis que hacer alguna de vuestras necesidades se dice, sin son aguas mayores y la cosa está muy mal se para. Pero no quiero ni que habléis entre vosotras ni que hagáis ningún movimiento brusco. O ésta, señalando al fusil que portaba, le ahorrará trabajo al verdugo y al juez.
Manuela no podía creer que un camino pudiera ser ser tan tortuoso. Uno de los guardias olía a sudor espantosamente y carecía de algunos dientes en la parte superior de la boca que camuflaba con un bigote. Se le antojó asqueroso y pensó en su Antonio. Aquel gitano cabal, tan bueno y limpio que estaría bregando con sus churumbeles desconsolado. Ese que solía cantarle alguna coplilla y que de los pocos víveres que se echaba en el canasto de la comida para ir a la viña, siempre volvía con algún trozo para dárselo a su chico.
- Bueno ya vamos casi por la sierra San Cristóbal, dijo uno de los guardias. En ese momento el camión frenó de golpe y los de detrás preguntaron.
-Nada, un tronco en medio de la carretera, que raro. El cabo que conducía ordenó a los dos de atrás que lo retirasen con premura. Hubieran cumplido su cometido si el destino, Antonio Vargas, el abuelo José y varios primos no se hubieran apostado y preparado una emboscada. Tres disparos. Uno de los guardias cayó muerto en el acto sangrando como una culebra en un olivar, el otro, herido, quiso coger el fusil pero no le dio tiempo a decir ni el alto. Una navaja de plata ya le había cortado el cuello derramando su sangre verde. Pero esta vez no como la que utilizó Manuela con Pitt. Esta era de las gansas. El chófer intentó arrancar de nuevo y movilizarse pero también le fue imposible. Un disparo en la cara lo dejó seco destrozando la luna. Los cristales lo dejaron ciego.
-Rápido Manuela bájate del camión, ¡ Rápido! -Antonio mió ¡ Qué ruina ! ¿ Qué has hecho por Dios y por la Virgen del Carmen? -Nada que importe ya. Rápido, en El Portal nos espera un coche. Y antes de medio día estaremos en Carmona. Nada se nos ha perdido ya en Jerez ni en sus viñas. Los niños ya están allí y el reloj corre en nuestra contra. Antonio Vargas y Manuela, flores de la canela de Jerez, eran libres.
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