Dos toneleros trabajando. FOTO: MANU GARCÍA.
Dos toneleros trabajando. FOTO: MANU GARCÍA.

Estando todavía convaleciente en el sanatorio de Santa Rosalía y teniendo María que volver al tabanco de Sebastián para atender a la clientela, Pitt, por unos momentos, se quedó solo. Eran las cinco de la tarde y un olor muy característico a pomada para el pelo y el crujido de unos zapatos de piel, que solo estaban al alcance de muy pocos, le preludió que, por el pasillo, se acercaba, ni más ni menos, el capitán Eton a la habitación.

Que visita más inesperada y que pocas ganas de hacer, de nuevo, teatro, estando aun convaleciente, a favor de la causa del dueño de Jerez. Pero no le quedaba más remedio si no quería que el capitán lo relacionara directamente como instigador y unos de los cabecillas principales e intelectuales de aquellos cambios sindicales. La presencia del gran amo, cada vez más, se le antojaba más nauseabunda, pero la cuestión de la supervivencia le hacía no poder actuar con una honorabilidad a tiempo completo. Tres comidas diarias y un techo se lo impedían.

Richard venía acompañado por un matón, con cara de mafioso de Palermo y con la nariz partida, que se quedó en la puerta. El capitán entró en la habitación sin ni siquiera dar dos golpes en ella.

- Buenas tardes, menudas puñaladas te dieron, amigo. Te libraste en las Ardenas y casi una gitana de mierda te manda al otro barrio, dijo riendo. No he podido venir antes, ya sabes. La bodega y estos desagradecidos me han mantenido ocupado. No sabes lo que cuesta dar a entender que nunca van a conseguir ninguna de esas demandas que plantean. Éstos no tienen límite, primero una subida de sueldo, luego días de vacaciones. Se creen que soy de las Carmelitas descalzas…

Pitt, aun dolorido, no articuló palabra y sólo se le ocurrió una pregunta.

—¿Sabe usted algo de Manuel Navarro?

—¿Manuel Navarro? El capitán dudó unos segundos, para él no era más que un simple peón de su propiedad que cumplía un cometido trivial. Tras poner cara de duda y sacar la pitillera de plata con el escudo de la bodega. Encendió un cigarrillo dio dos caladas y comenzó a recordar.

 —¿Te refieres al portero, el de la casetilla de entrada?

-Sí, capitán.

 —El desgraciado ha muerto, en extrañas circunstancias, en la casa cuartel de la Guardia civil. El muy cobarde se arrojó por una ventana mientras le estaban preguntando por los altercados.

Pitt no podía más y se aguantó el llanto, dobló la cara hacia la ventana, suspirando, para evitar la mirada. Se hubiera levantado de buenas ganas y hubiera estrangulado allí mismo a Richard Eton. Asumiendo el fatal desenlace por vengarse con honor, pero ni podía físicamente ni era el lugar más apropiado. Mientras, el capitán resumía aquel incidente como si contara una anécdota en su última batida de tiro al pichón, en una sobremesa, rodeado de familiares y amigos ajenos a la realidad de España. Pitt tenía las carnes abiertas y la herida del costado empezó a sangrar. El capitán al ver el espectáculo se incorporó y sin más reparos ni ninguna empatía empezó a pensar en marcharse.

-Bueno viejo rufián, no te demores aquí haciendo el vago. En esos momentos entró María por las puertas. Con su pelo rizado, su boca rosada y su maravilloso busto digno de una reina de Egipto. Llevaba una falda vaporosa y la imaginación hacía que cualquier hombre imaginara deleitarse con aquella serrana de carnes morenas y prietas. Pero la mirada del capitán llevaba otras intenciones que la de cualquier ser humano que con pudor sólo hubiera lanzado un vistazo de reconocimiento.

El amo miraba a María con ojos cetrinos y de puerco. Y Pitt se dio cuenta en seguida que se le había antojado. Como el niño que mira a un dulce o a un juguete y que a los pocos días es abandonado por otro mejor. Esa mirada, ese gesto lascivo y sin ningún recato ni sentido del protocolo, que no controla los deseos más primarios, era una advertencia para que María anduviera con cuidado. Estaba en peligro, porque ninguna mujer que se le antojara, en Jerez y su campiña, al acaudalado propietario estaría tranquila hasta que él saciara sus ganas y sus caderas en ella. El poder, el dinero, la coacción y el perdón del sacerdote el domingo lo amparaban. Y él lo sabía.

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