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La caída constante de habitantes de la capital, desde los casi 160.000 a los pocos más de 118.000, es un reflejo de la decadencia económica de la ciudad y de la poca visión de sus gobernantes, de uno y otro signo.

Hace más de 13 años, en 2004, publiqué en Salobreña (Granada) un poemario que hablaba de la decadencia de Cádiz titulado En el interior de la ciudad encerrada. En ese tiempo veía a la ciudad cuesta abajo, rodando entre el conflicto y la pobreza. Recreaba un núcleo urbano hermoso, lleno de monumentos, cansado del peso del pasado, desolado por los siglos que se superponían sobre sus espaldas, con un futuro muy negro, desangrándose, como parte de un castigo divino por pretender ser eterno. Concebía la urbe llena de miseria, con personajes que pasaban hambre, que vendían pañuelos por las esquinas, que recogían basura de los contenedores, con obreros que aireaban sus reivindicaciones con rabia y que sufrían en sus carnes sentencias de despido, regulaciones de empleo y prejubilaciones. Reflejaba una ciudad esquilmada, encerrada en sí misma, sin centros productivos de importancia, como una enorme barra de bar, en donde solamente florecía la hostelería, y en la que el gaditano buscaba el nirvana mínimo y momentáneo de un rato de sonrisas entre vasos de alcohol que quedaban vacíos. Eran años donde todavía no había actuado con su mano dura e implacable la crisis económica nacional, al contrario, eran años de bonanza y de despilfarro, del dinero fácil, producto de la alegría del ladrillo que florecía en el resto del país, pero mostraban que Cádiz había llegado a un punto de no retorno,  como consecuencia de su limitado término municipal, que distanciaban a la ciudad de la realidad nacional y del progreso. Y, cada vez que al final de año compruebo las estadísticas menguantes de su padrón municipal, pienso que no iba tan desacertado.

La caída constante de habitantes de la capital, desde los casi 160.000 a los pocos más de 118.000, es un reflejo de la decadencia económica de la ciudad y de la poca visión de sus gobernantes, de uno y otro signo. Son ya más de 20 años perdiendo población y reduciendo el número de residentes. Y el efecto se retroalimenta, como la pescadilla que se muerde la cola, a menos gente habitando, menos comercios, menos plazas escolares, menos consumo, menos personal trabajando y, al final, una nueva disminución poblacional que provocará ineludiblemente otra siguiente a corto plazo. Este año han desaparecido de las listas municipales más de 800 vecinos. ¿En cuánto disminuirá el próximo censo? De aquí se han trasladado o han cerrado múltiples empresas, como la fábrica de tabacos, la de cerveza, la de gases, la de hélices y un sinfín más.

En su momento los regidores municipales optaron torpemente por mermar el espacio industrial y por construir, en su lugar, casas, consecuencia de lo cual se levantó, entre otras promociones, una completa barriada en los terrenos de los antiguos astilleros y, luego, se apostó todo al turismo, como si fuese la panacea. Y eso ha inducido que ocurra el efecto opuesto. Hoy hay muchas más casas que cuando la ciudad tenía casi 160.000 habitantes, pero al alejar los centros de trabajo de la ciudad se ha conseguido apartar a la clase media dinamizadora, a los mandos intermedios de las empresas, a los directivos, a los obreros cualificados. Estos disponían de suficiente poder adquisitivo como para comprar unas viviendas cuyos precios están desorbitados para sueldos precarios. Ahora, los operarios que quedan y predominan son camareros, cocineros y personal auxiliar de hostelería, que tienen que vivir en gran parte fuera de Cádiz, pues sus raquíticos emolumentos les impiden comprar las costosas casas del mercado inmobiliario local. Todo ello ha provocado que no haya suficiente población dentro, desahogada y con trabajo en la ciudad, para absorber la oferta de pisos, y hayan sido los foráneos los que han aprovechado ese vacío, adquiriendo sus segundas residencias en la capital para fines recreativos, vacacionales o especulativos, por ser una magnífica y segura inversión. Estos propietarios únicamente pasan temporadas en la ciudad, especialmente en verano, pero no engordan el padrón municipal y sólo generan un poco de actividad económica en el sector servicios, especialmente en hostelería y en el comercio, en un periodo estacional muy corto.  

La nueva fábrica de Torrot, cuya instalación se anuncia en la Zona Franca, al igual que la ampliación de los muelles de contenedores, con su posterior puesta en servicio, son  pequeños rayos de esperanza en este camino que nos llevaba hacia el abismo. Puede que, con estas iniciativas y algunas más, se dinamice la economía local y esa hemorragia demográfica se frene y, con ello, en un futuro, se equilibre la población y no disminuya más. Así, se evitaría que Cádiz emule sus 3.000 años de historia y quede desolada y habitada sólo con personas entradas en años, como esas piedras antiguas testigo de nuestro hermoso pasado. ¿Quién vendrá a proteger a esta especie en extinción? ¿Seguiremos conformándonos, aceptando nuestra decadencia, como si aquí no pasara nada o como si lo mereciéramos?

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