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Lo que les voy a contar igual no se lo creen, pero les juro por la Constitución de 2016 que ha sido un monje benedictino, de los que rezan y laboran bajo la gran cruz del Valle de los Caídos, en aquello que fue antes el valle de Cuelgamuros, el que me ha contado que allá, entre las piedras del valle, un pobre fantasma, el espectro del viejo Caudillo de España, purga sus penas pasillo arriba y pasillo abajo, nostálgico de los días felices en la plaza de Oriente. Y es que lo peor que le puede pasar a un fantasma es no tener claro qué hacer después del entierro. Y mira que el suyo fue bonito: con sus caballos, sus príncipes, sus curas y sus generales. Y hasta folclóricas… Y mucha gente, mucha. Todo un entierro.

Y es que el general, el último fantasma de Cuelgamuros, había tenido una vida feliz a la sombra de su escuchimizada Carmen. Pero todo se termina. Hasta los cuarenta años de paz. ¡Cuántos traidores! Todavía recordaba cuando, después de los días espeluznantes de hospital, el servicial Arias apareció tan digno y tan serio, testamento en mano, para anunciar que todo estaba atado y bien atado. Y cuando lo recuerda se le caen dos lagrimones que no tienen parangón. Y la sucesión apañada. Y eso que no sería su Luis Alfonso; pero en fin… Después pasó lo que pasó. Y es que en estos cuentos modernos los príncipes dejan de ser ranas y en cuanto pueden se escapan a cazar elefantes. ¡Una pena! Y es que eso desde el purgatorio se ve todavía peor. El pobre, ¡cuánto ha llorado! ¿Qué habrán hecho con su España?

Otro espectro, un muchacho de Paracuellos que hace las veces de cartero en el valle, ha intentado muchas veces consolarlo: “Caudillo, no se preocupe usted que en cuanto podamos le organizamos una aparición en el mismo balcón de la plaza de Oriente. Una cosa así como en 3D, ya verá. Seguro que le gusta.” Pero el general no entiende muy bien estas cosas tan modernas y no termina de fiarse del todo. Ni los frailes son lo que eran. Ni su cumpleaños, nada. Ahora si se reúnen tres para celebrarlo se pueden dar con un canto en los dientes.

Así que el pobre lleva llorando un puñado de días. Y es que casi nadie se acuerda de él. Con la de esculturas que había por doquier: con su caballo, con su… Desde que el Papa Gregorio de la Iglesia Palmariana lo santificó Caudillo del Tajo pocos más se han atrevido a ponerle unas velas. ¡Un santo! ¡Y su Carmen otra santa! Pero San Pedro nunca ha estado por esa labor y no le ha querido convalidar la santidad palmariana por otra de Roma. Unos desagradecidos… Con la de cosas que él ha hecho por ellos. Si hasta había convertido el país en la reserva espiritual de Occidente. Unos desagradecidos, lo dicho. La historia que siempre se repite. Así que en estos días próximos al aniversario de su muerte no ha dejado de llorar. Y eso que el generalísimo sabía que la cosa no sería fácil. Y sin saber catalán peor. Pero su Excelencia ya no está para muchos trotes. Hasta el embalsamamiento se está yendo al garete. Así que cuando va como alma en pena por los pasillos de la basílica, deja un reguero de detritos y de malos olores que, ni  los demás fantasmas del valle, que no se callan una, están por aguantarlo. ¡Qué pocos amigos le quedan! La mitad de los días no sabe ni qué hacer. A lo más alguno, vestido con el traje de gala y el fajín de capitán general de los cuatro ejércitos, deshilachado y raído, saca a hacer pipí a su vieja collera de águilas imperiales, ya cegatas y empolvadas, y se les ve a los tres como turbios espectros que esperan cerca del altar a los chicos de Cuarto Milenio. Pero tampoco llegan. ¡Qué triste gloria les espera!

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