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Parece que acompaña —de manera inevitable— el enfado a la edad última. 

Parece que acompaña —de manera inevitable— el enfado a la edad última. Efectivamente, los vejetes de buen ver, lustrosos y diligentes de tanta bicicleta y tanto brócoli, andan permanentemente cabreados. Pasan el día con un gesto agrio, dando lecciones a diestro y siniestro, tomando cuenta, rebelándose ante cualquier contrariedad: que tarda el autobús, que se han agotado los salvamanteles en la caja de ahorros, que no llega la cita del hospital para la revisión de la próstata… Estos adolescentes sexagenarios tienen poco aguante, es cierto. Y andan enfurruñados con el mundo, como si el mundo ya no los tuviera muy en cuenta, lo que es verdad. Sólo una cosa empeora la situación, que la chica que le atiende (en el comercio, en el banco o en el hospital) le hable en voz alta y como si fuera un niño chico torpe:

—No se preocupe usted, —le grita la atenta empleada de Hipercor—, nosotros nos ocupamos de todo. Usted solo tiene que firmar este papelito. Aquí, aquí. Más abajo. Aquí.

—Señorita, es usted muy amable. Pero no me grite que no soy sordo.

—Y lo dicho, don Josemaría, que se quede usted tranquilito en casa, que ya le avisaremos.

Técnicamente, una persona de sesenta años es un viejo. Pero como nuestra sociedad ha prosperado mucho en los últimos tiempos, los trabajos dejaron de ser tan penosos y hubo una sanidad pública universal relativamente eficaz, lo cierto es que hemos retrasado la edad en la que a los viejos se les llama viejos. Ahora ese límite ronda los ochenta; hasta ahí se utiliza el eufemismo “la tercera edad”. Una cursilería.

Las viejas, sin embrago, están felices. Se les ve cotorreando en la piscina, vociferando en la feria o dando codazos en la Semana Santa para coger el mejor sitio y, si hay suerte, salir en Onda Jerez, mira qué guapa. Ahora han descubierto el Whats App y el Facebook en un curso municipal para la inclusión social de las personas de la tercera edad desde la perspectiva de género, ahí queda eso. Y quieren pedirle una entrevista a la alcaldesa para que arregle las aceras del barrio y amplíe las plazas subvencionadas en la piscina municipal cubierta. No tienen tanto interés en acudir al Firts Days ni al Juan y Medio a buscar novio porque solucionan con mayor eficacia la soledad: asociaciones, tertulias, jornadas, reuniones, viajes, fiestas, verbenas, bachatas, salsas y sevillanas…hay viejas por todas partes. Y como, por lo general, esta generación no tuvo independencia económica ni libertad (valga la redundancia), ahora las disfrutan como niñas con zapatos nuevos. Ellas siempre estuvieron al servicio de alguien: de sus padres, de sus maridos, de sus hijos, de sus nietos… Ahora se sienten alegres de manejar sus vidas y de no tener que rendir cuentas a nadie. Cuando ven a un presentador en televisión piensan que es muy guapo o muy simpático; los viejos, que es un gilipollas.

Los viejos están enfurruñados. Tienen que abandonar el poder. El poder en toda su extensión que incluye la jubilación, el prestigio profesional, los achaques físicos y una considerable restricción económica. Se van muriendo los amigos. Anda rondando la próstata. Y el ministro de turno -que no está imputado de ningún delito, qué suerte, y además es muy admirado en Bruselas- va diciendo no sé qué sobre la sostenibilidad de las pensiones públicas. Sienten que todo comienza a venirse abajo. Y todo es, en el fondo, una pérdida. Por ello es tan comprensible que estén enfadados. Este enfado, en realidad, es una rabia, una protesta que tapa un sentimiento de tristeza. Saben que tienen que pasar el testigo y que, a partir de ahora, solo serán espectadores, en el mejor caso. Se acabó el mandar. Hay que dar la vez. Ya no pintas nada.

Es como si la vejez fuese un estado maníaco-depresivo en el que el momento maníaco de expansión y de euforia lo representasen las viejas, y el episodio depresivo y triste lo desempeñaran los viejos. Se entendería que un poco fuese así, si ambos hubieran llevado sus vidas con las claves con las que antes las hemos descrito. Claro, un poco de todo hay en la viña del Señor. Pero, por lo general, las viejas están alegres y los viejos, enfadados. En parte, al final, a veces la vida parece equilibrar las cosas.

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