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La incredulidad aflora con más fuerza que nunca hoy en día, cuando paradójicamente nos creemos curados de espanto.

Un ser humano pestañea entre 15 y 20 veces por minuto. Los expertos siempre han creído que estos parpadeos espontáneos, que se producen cada pocos segundos, tenían como único objetivo lubricar la córnea y evitar que se reseque. Sin embargo, la cadencia con la que lo hacemos es mayor que la necesaria para la lubricación ocular. Según un estudio de la Universidad de Osaka (Japón), el parpadeo espontáneo ayuda a liberar activamente la atención y desempeña un papel fundamental en el equilibrio entre dos grandes redes cerebrales. Parece mentira: un gesto tan pequeño y la relevancia mental que entraña. Aunque el parpadeo fomente la atención, es muy llamativo que nuestros ojos se queden como platos con el asombro. Parece como si el cerebro necesitase más tiempo —y los ojos también— para comprender ciertas cosas.

La incredulidad aflora con más fuerza que nunca hoy en día, cuando paradójicamente nos creemos curados de espanto. Hemos podido comprobarlo hace poco. Hace justo una semana, tuvo lugar un hecho dantesco sin precedente en la memoria, un suceso de esos que hacen que el parpadeo se interrumpa para dejar paso en la red cerebral a la estupefacción. Es viernes, como hoy. Se oyen pasos marciales y se mezclan con el bullicio del madrileño Parque Europa. Seis policías de Torrejón de Ardoz se desplazan hasta allí alertados por la llamada de un ciudadano de bien. El buen hombre creyó ser testigo de un delito y, como mandan los cánones, delegó la delicada situación en las autoridades. Era cosa de profesionales. Desde su ventana, desde su balcón, desde su parpadeo ausente, un señor de gafas y frondosa cabellera desplegaba una bandera prohibida. Y nuestro ciudadano del año lo vio. Bufanda amarilla al cuello y lazo reivindicativo del mismo tono en la solapa. Lo rodeaban cámaras de televisión y un par de guionistas. La situación era desesperada. El crimen bullía. 

Cuatro varones y dos mujeres uniformadas integraban el comando. Un manchego genialmente gamberro haciendo de catalán es, como bien se sabe, contrario al orden constitucional. El bueno de Joaquín Reyes seguía con su parloteo chanante frente a la cámara mientras la autoridad se aproximaba más y más hasta su peluca y sus ansias independentistas. Con la misma incredulidad con la que un ciudadano solicita su propia fe de vida, el humorista tuvo que demostrar que él era el hombre bajo las prótesis. Y cuando la policía corroboró que no había delito donde el buen ciudadano creyó verlo, se retiró hasta más ver. Los párpados de media España se quedaron quietos, impertérritos. Y comenzamos a alucinar. Empezamos a dudar sobre qué nos sorprendía más: si el llamamiento del buen ciudadano, el despliegue de los buenos policías, la huida del buen político o la absurdez de la buena normativa. Las serpientes y los peces no parpadean. Nosotros, a veces, tampoco.

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