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Cada vez que leo un titular en los medios en los que se habla de revitalizar el centro histórico de la ciudad, experimento una sensación agridulce, oxímoron con el que te sazonan el cerdo en los restaurantes chinos sin saberlo. Dicha sensación viene a ser una mezcla entre esperanza y escepticismo. Ese titular lo he leído yo otras veces, pienso. Y no sé cuántas más lo volveré a leer.

Fue con el malogrado alcalde Pedro Pacheco con quien el centro de la ciudad –aunque hizo muchas cosas buenas, como la peatonalización de la calle Larga- empezó a devaluarse dada su obsesión de llenar de ‘pitufas’ (unifamiliares) lo que “todo antes era campo”, que dirían los abuelos. El desmesurado afán de la ciudad de crecer por las cuatro esquinas cardinales acabó aislando al centro, que se fue pudriendo poco a poco y desencantando a la gente joven, que como es sabido hoy en día si tiene pasta sólo quiere vivir en “Hipercor”. Y si no, donde sea menos en el centro.

El casco histórico ha quedado relegado para personas mayores, familias de ‘rancio abolengo’ de ilustres apellidos y guiris, que son los únicos que parecen verle el encanto junto a jóvenes que pasean en bicicleta, practican el ecologismo pasivo y toman copas en el Damajuana o el Cuatro Gatos, a los que podríamos englobar con esos términos modernos como ‘gafapasta’, ‘hipster’ y en ocasiones ‘perroflautas’.

En definitiva, un público minoritario si se compara con otras ciudades como Sevilla o Málaga, por citar dos ejemplos cercanos y semejantes, aunque podríamos hacer referencia a la inmensa mayoría de las poblaciones españolas. Vivir en el centro de la capital hispalense o en los alrededores de la calle Larios en Málaga sigue siendo un lujo al alcance de pocos y un deseo de la inmensa mayoría. Si le preguntas a cualquier persona joven en Jerez si prefiere una casa en las inmediaciones de la calle Larga o en el susodicho centro comercial, te llevarás una sorpresa.

Así que cada vez que leo esos titulares sobre subvenciones millonarias europeas y participación vecinal en mesas repletas de agentes socio-económico-culturales y de buenas intenciones, me parece experimentar un ‘dèjá vu’ de los malos. Una sensación de abulia, náusea, nihilismo. Como la que sentiría el centro de Jerez si estuviera vivo.

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