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La tienda de Juan Rubiales estaba en La Florida, a poca distancia de la barcaza que cruzaba el río Guadalete. Entonces, hacia 1939, las obras públicas generaban numerosos empleos de albañiles y peones, pues la maquinaria escaseaba y todos los esfuerzos se hacían a golpe de riñones y sudor.

En la avenida de Europa de Jerez hay un bazar de chinos.

Su aspecto exterior es el de una nave almacén de esas que afean tanto las entradas y las salidas de las ciudades, con sus letreros rimbombantes y sus fachadas gritonas con puertas giratorias, cristaleras y mármoles psicodélicos.

Como suele pasar con casi todo, ya el exterior te avisa del interior. Y, al entrar, aparece ante tus ojos incrédulos un salón diáfano y mastodóntico parecido a una iglesia metodista de Alabama en el que se agolpan centenares, miles, millones de objetos. De cosas. Artilugios sin nombre y sin finalidad, desparramados por el suelo, amontonados en estanterías metálicas: bolsas que contienen bolsas, cisnes de escayola que intentan un vuelo imposible, paragüeros con forma de paraguas, flores y frutas de plástico, dieciséis tipos de fundas para neveras de playa, santasteresadejesús bizcas, delantales rocieros…

Luchando por avanzar en aquella selva artificial, no encontré lo que fui a buscar. Era previsible. Todo te hacía guiños de complicidad pero nada te daba ninguna respuesta. Asomaban por aquí y por allí, como seres mudos entre el ser y el no-ser, amontonados en una enorme una hoguera incomprensible cuyas llamas no dieran ni luz ni calor. La imagen más parecida a una parte del infierno. Digamos, su parte más comercial.

Cuando salí por aquella puerta giratoria me dio por pensar en la tienda de mi abuelo Juan. No sé por qué me vino aquél pensamiento pero los tubos que conectan los recuerdos en la memoria están empalmados de una manera extraña. O quizás, no tanto.

La tienda de Juan Rubiales estaba en La Florida, a poca distancia de la barcaza que cruzaba el río Guadalete. Entonces, hacia 1939, las obras públicas generaban numerosos empleos de albañiles y peones, pues la maquinaria escaseaba y todos los esfuerzos se hacían a golpe de riñones y sudor. Pero aquellos obreros necesitaban vestir y comer, al menos una vez al día. Y, también necesitaban utillaje para sus pobres chozas.

Entre el bazar chino y la tienda de Juan Rubiales hay diferencias.

La principal es que las cosas que se compraban en la tienda de Juan eran reales. Cualquiera podía entender cuál era su esencia, para qué servían (pues dice Aristóteles que la esencia de cualquier cosa fabricada por el hombre consiste en su finalidad). Muchas estaban hechas para que la vida del hombre fuera menos penosa: para beber agua fresca, para descansar, para protegerte del sol o del frío, para alumbrar la casa por las noches negras… Y en medio de esos objetos uno se sentía cómodo, daba igual su número y su colocación, se sentía uno como si fueran seres apegados, conocidos, amigos. No escondían nada. Ni nada extraño. Y cuando te reclamaban (porque las cosas nos llaman de vez en cuando) siempre lo hacían para ofrecerte un buen servicio: un capacho, un reverbero, unas alpargatas, unas botas de agua, un infiernillo, un carburo…

Es la diferencia entre una vida real, aquí en la Tierra, en donde hay necesidades, carencias, condiciones adversas, a veces, muy adversas; y, otra, fantasmagórica e irreal que se basa en un deseo vacuo, banal, tonto… por la que transitas como un zombi entre reclamos falsos, entre ofertas de nada, alrededor de mundos que no se dejan tocar ni coger, como las gotitas del mercurio venenoso que se escurren entre los dedos. A eso le llaman ahora realidad virtual, pero se ha llamado siempre “infierno”. Digamos, su parte más comercial.

La tienda de Juan Rubiales estaba en La Florida, a poca distancia de la barcaza que cruzaba el río Guadalete

La segunda diferencia es que, la tienda de Juan –ella en sí misma- tenía una “misión”. Estaba allí y no en otra parte porque estaba al servicio de un grupo de hombres que también tenían otra misión: la de salvar un paso natural sobre el río Guadalete. Desde luego no llegaba a la categoría de epopeya, pero tenía su sentido: facilitar el tránsito de personas y animales entre las dos orillas. Quiero decir que un significado se engarza con otro, y, éste, a su vez, con otro…y así sucesivamente logran construir un mundo lleno de sentido, de significados, de misiones, de metas.

El bazar chino simplemente está. Está ahí. Para qué está ahí, no lo sabemos. Para qué lo visitan la mayoría de sus clientes, tampoco. Si les preguntas, te suelen contestar que dan una vuelta, mirando, por si encuentran algo interesante (ha dicho “interesante” no ha dicho útil y, mucho menos, necesario). Y, además, como ya sabemos que será tan barato, tan barato… ¿cómo no vamos a comprarlo, aunque no sepamos para qué sirva? El bazar chino ni tiene un sentido, ni necesita tenerlo. No es más que un artefacto, uno más, que expresa la banalidad de nuestro tiempo.

Además, la tienda de Juan es congruente con el paisaje, con el lugar que le acoge. Por eso, como el lugar es muy caluroso y con frecuencia azota el Levante, la tienda está encalada por fuera, tiene azotea de ladrillos y está orientada al Sur. El bazar chino es congruente en su incongruencia: es igual de chocante, chabacano, sofocante del calor que entra por sus cristaleras, vociferante en sus colores y adornos… que todos los demás que hay en el resto del mundo.

Estoy convencido de que en los bazares de la parte comercial del infierno te venden señuelos, cantos de sirena, oropel. Cosas que no sirven para nada, que no huelen, que no son ni ásperas ni suaves, que no tienen sonidos, que no son más que cosas diabólicas.

Un bazar chino es un lugar en el que uno no encuentra sentido por más que lo busque. Como una pompa de jabón un segundo antes de explotar en una pura nada.

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