Spiderman.
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Decir que todo sucede para bien es poco menos que un anatema en una sociedad, como la nuestra, que tiene entre sus valores supremos la indignación y la irritación. Pareciera que en la sociedad postindustrial nuestras vidas se han vuelto tan flácidas y comodonas que necesitamos procurarnos un poco de descontento, de tensión, de discordia. Gracias a la inmediatez de las redes sociales, podemos darle rienda suelta en el calor del momento con la satisfactoria (aunque falsa) impresión de que propagamos por lo largo y ancho del globo la cólera de nuestro corazón.

Si uno afirma que todo sucede para bien, que todos los acontecimientos, buenos y malos, contienen alguna enseñanza positiva, que inevitablemente encierran una felicidad potencial, los que se desviven por perseguir esa tensión, ese sufrimiento, estallan; supongo que porque siempre es preferible contemplar la desgracia propia a la dicha ajena. Retuercen la lógica y traen a colación asesinatos, violaciones, genocidios y hasta el mismísimo terremoto de Lisboa: “¿Cómo puedes decir eso”; “¿Dónde está tu mejor de los mundos posibles ahora?”. No obstante, basta con apresurarse a matizar que la mayoría de las cosas que le suceden a uno en su día a día son para bien y que quien lo vea de otro modo puede que no haya aprendido a encontrarles esa valencia positiva. Salvo, claro está, en situaciones de excepción, a las que precisamente dignifica el considerarlas excepcionales y no, como hace la mayoría, comparables a nuestras menudencias cotidianas.

En cierto sentido, todo sucede para bien porque, una vez sucedido, se hace imposible alterarlo más que, precisamente, alterando su recuerdo. Lo máximo que está en nuestra mano es tratar de encontrarle un sentido positivo a lo que en un principio puede llenarnos de legítimo horror. En la práctica, es lo que tiende a hacer el paso del tiempo: que reconozcamos que lo que fue ya fue y sintamos que hemos intentado extraerle lo positivo, lo útil, sin por ello justificar sus causas o a sus autores. Cuestión de supervivencia psicológica. Las cosas de cuyo “horror” somos capaces de regodearnos, disfrutando de la indignación, la frustración o los celos  durante horas y horas, no son peores que las que sólo con el paso del tiempo aprendemos a mirar de frente. Esto significa que para que algo sea objeto de nuestra indignación debe, en primer lugar, ser un problema que no nos afecte en exceso, que no nos derrumbe. Si no, nuestras emociones no pueden jugar con el trauma sino que juega el trauma con ellas, y eso no lo desearía para sí ni el más reivindicativo.

Todo sucede para bien, en segundo lugar, porque el valor de las cosas lo asignamos nosotros y, en realidad hay poquísimas cosas que nos hagan mal y nada más que mal, aunque nos encante pensarlo. No nos gustaría ese comentario, pero sin duda nos hizo reflexionar como no lo habríamos hecho de no haberlo oído. No debí haberme enfrentado a aquel tipo, pero ahora conozco mis limitaciones. No me agrada nada esta injusticia social, pero, si lo pienso bien, me ha ayudado a serle útil al mundo. Me traicionaste, y al fin conozco tus verdaderas intenciones. La pasividad de este artículo sobre la resignación me parece intolerable, pero me ha servido para reflexionar, aclararme y confirmarme en mis valores. Razones de sobra, todas ellas, para estar agradecido.

Todos parecemos coincidir en que la vanidad es un vicio y preferimos no caer en ella, a tenor de cómo nos burlamos de los presumidos y los sabihondos. Sin embargo, cuando nos tocan nuestro amor propio actuamos de la forma más petulante, vanidosa, caprichosa e infantil. Si uno en ese momento consigue detenerse y reflexionar que, con esa reacción desmedida que siempre tiende a infinito, prolonga durante días el malestar de unos momentos, que se está ocasionando más daño a sí mismo (y humillación, y degradación…) que el que le han hecho los otros, se esfumará parte de ese funesto ímpetu que nos empuja a devolver diez sopapos por cada uno recibido.

Ante esta perspectiva, se difumina la explicación automática que damos a cualquier incidente (“todos contra mí: tengo que defenderme con uñas y dientes”) y quizás nos demos cuenta de que los que nos han causado tal indignación no han actuado por amor al Mal, sino que la mayoría de las veces buscan el Bien con los medios equivocados o de acuerdo con ideas erróneas. Si concluimos que no, que son malos por naturaleza y actúan por pura maldad, no podríamos culparles: es su naturaleza, es inevitable.  ¡Pero mucho menos podríamos condenarles si lo que buscaban era el Bien! Y sin duda descubrir esto ya nos ha hecho algún bien, porque nos ha permitido comprender sus intenciones, ampliar nuestro campo de visión y sentirnos no tan sulfurados.

Es decir, que ellos buscaban el Bien (a su manera y según criterios, a nuestro parecer, erróneos) y han producido el Bien (para nosotros). ¿Dónde podría encajar el Mal? De ahí que no sea una exageración decir que, desde esta óptica, todo sucede para bien. Esto no quiere decir que esas ideas falsas -las del otro, por definición- sean verdaderas o legítimas, ni que le eximamos de la responsabilidad por sus actos. Los eximidos somos nosotros: del sufrimiento, nuestro enemigo más querido.

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