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Qué asco me da la gente que comercia con la pena de otra gente. La cadena televisiva que viola, sin ningún tipo de pudor, los marcos sagrados del dolor privado. El político sediento de poder que no pierde la ocasión de hacer campaña. El buitre partidista que se cuelga la medalla, y se golpea el pecho, proclamándose acérrimo defensor de la democracia y la justicia.

La desgracia corre como la pólvora, porque, en estos días terribles, parece que prima ser el primero en compartir calamidades. Con cada tragedia, se dispara el protocolo del terror: El odio, vertido por los medios, se filtra por las redes para acabar siendo devorado, crudo y sin procesar, por las impacientes lenguas de la gente.

En pocas horas, una noticia ya terrible de por sí, como es la muerte de un niño, se convierte en un verdadero carrusel de los horrores. Los medios y las redes, no hacen distinciones entre peces y morralla y nadie avisa a las familias del precio desorbitado que habrán de pagar por la difusión mediática.

Sólo puedo pensar en el dolor de esos padres, a los que después de habérselo arrebatado todo, se les restriega, día tras día, como si fuese un objeto de consumo, el doloroso peso de su ausencia.

No soy capaz de comprender como alguien puede acabar con la vida de un niño, pero tampoco entiendo como una persona puede sentarse frente al televisor para regodearse, hasta el más mínimo detalle, en la tragedia personal de una familia.

La mañana después de la noticia, cuando llegué a clase, mis alumnos me preguntaron qué opinaba del caso y qué le haría yo a la asesina. Yo, que soy consciente de la repercusión que mis palabras pueden tener sobre su juicio, no como otros que se hacen llamar grandes comunicadores, me quedé callado.

No soy capaz de comprender como alguien puede acabar con la vida de un niño, pero tampoco entiendo como una persona puede sentarse frente al televisor para regodearse, hasta el más mínimo detalle, en la tragedia personal de una familia

Se me saltaron las lágrimas al oírlos hablar, como si fuesen herederos directos del mismísimo Hammurabi, de cómo aplicarían justicia a la culpable. Sus ojos pedían sangre a gritos, venganza para esa pobre familia. Reclamaban que se mandase a la asesina a su país, para que la juzgasen allí. Decían, que no teníamos necesidad de mantenerla en una prisión pagada con nuestro trabajo. Y otras mil barbaridades que no voy a repetir. Me da miedo pensar en la generación de monstruos que estamos construyendo.

Yo seguía pensando en la familia. En cómo unos padres destrozados se sobreponen, a la dimensión de su tragedia, para pedir calma y suplicar que el odio no se extienda. Pero la masa no atiende sus razones, y sigue clamando venganza ciegamente, como sintiéndose participe de su dolor. Como si su opinión valiese tanto o más que el sufrimiento de las víctimas. Como si su verdad fuese la única verdad, porque así los han educado los medios de manipulación.

Tras un par de minutos de silencio, que dediqué a valorar sus crueles opiniones y a medir con cuidado mis palabras, les dije que sólo a los jueces les corresponde la labor de condenar.

Yo no quiero venganza, sólo cordura. Yo no comparto peces en las redes, ni doy likes a fotos de niños enfermos, ni digo amén, ni me pongo lazos en la solapa. Yo sólo intento cultivar la empatía y el respeto. Ayudo, como puedo, dentro de mis posibilidades, y procuro, con todo mi empeño, ser una buena persona.

Miro de nuevo las caras de mis alumnos y adivino que, aunque asienten, no han comprendido mis palabras. Siguen esperando que estalle, como lo hacen todos, pero me muerdo la lengua.

Mientras me giro hacia la pizarra, para empezar la clase, vuelvo a escuchar sus gritos en mi cabeza: ¡A Barrabás! ¡Queremos a Barrabás!

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