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El debate sobre qué es ser socialdemócrata ha saltado a la arena política al calor de las encuestas pre-electorales de este junio, como si se tratara de una disputa por un distintivo bien reconocible.

El debate sobre qué es ser socialdemócrata ha saltado a la arena política al calor de las encuestas pre-electorales de este junio, como si se tratara de una disputa por un distintivo bien reconocible.

Sin embargo, el término socialdemócrata ha sufrido, como muchos, los avatares de la historia. Sin duda, es esta la que determina el significado del término hoy. El primer partido que se autodenomina socialdemócrata nace en Alemania en 1863, y constituye el germen de lo que luego fue el SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania). En el final del siglo, ve sacudida su conciencia marxista por la publicación de las tesis revisionistas de Eduard Bernstein. En esencia, este socialdemócrata judío sostenía que Marx se equivocaba de cabo a rabo. El capitalismo, lejos de sucumbir, se había fortalecido, y la clase obrera había mejorado sus condiciones de vida bajo el sistema capitalista gracias a la democracia, que le permitía impulsar reformas sociales desde sus instituciones. En su momento, las tesis de Bernstein no tuvieron mucha influencia. La ortodoxia marxista triunfó liderada por Karl Kautsky, quien, no obstante, años después sería tildado de revisionista al oponerse a la dictadura del proletariado impuesta en Rusia tras la revolución comunista de 1917.

Tras la II Guerra Mundial, estas tesis triunfan definitivamente en los partidos socialistas o socialdemócratas del mundo occidental. Ayudados por un contexto económico estable, estos partidos influyen decisivamente en el establecimiento del Estado del Bienestar en sus países o directamente son los artífices del mismo mediante la acción de gobierno.

En España la aceptación del término fue dificultosa. Hasta mediados de la década de 1980, el término se utilizaba de forma despectiva. No olvidemos que el PSOE fue uno de los últimos partidos socialistas en abandonar el marxismo, haciéndolo de forma traumática en 1979 tras abandonar brevemente Felipe González la dirección del partido.

En definitiva, la socialdemocracia se basa en dos valores fundamentales: la justicia social y la democracia. En mi opinión, cualquier partido que defienda estos dos valores puede ser considerado socialdemócrata. Los acentos pueden ponerse en los medios que se utilicen para alcanzar un ideal de justicia social, fundamentalmente, el papel que puede desarrollar el sector público y el sistema fiscal. Es decir, puede haber grados diferenciados de socialdemocracia. Pero la aceptación de la democracia liberal y el juego de las mayorías y minorías destierran otras acepciones como comunista, por ejemplo, y no digamos ya bolivariano, con la fuerte vinculación al país que todos ustedes conocen y que no voy a mencionar. Antes de la caída del muro de Berlín, los más importantes partidos comunistas de Europa Occidental abandonaron la ortodoxia soviética y apostaron por sistemas con elecciones pluripartidistas en lo que fue bautizado como eurocomunismo. Después les siguieron los partidos que habían gobernado los sistemas comunistas de Europa Oriental. Todos, por tanto, son socialdemócratas, aunque algunos no lo sepan y otros se resistan a admitirlo.

Si el 26 de junio se confirma el esperado “sorpasso”, lo único que se producirá será la sustitución de unas personas por otras, de unas siglas por otras, pero siempre en el espacio socialdemócrata. Probablemente, la realidad se encargará de poner las cosas en su sitio, y el ambicioso programa de Unidos Podemos tendrá que moderarse si llega al gobierno. Recuerden el ejemplo de Syriza en Grecia, el país administrado por control remoto desde Alemania.

Será triste para algunos ver como el centenario partido socialdemócrata de España, el PSOE, pierde la hegemonía de ese espacio político, donde además se sitúa el votante medio español. ¿De quién habrá sido la culpa? No hay excusa para dejar de hacerse esa pregunta.

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