Hoy no vivimos para que nos crean. Vivimos para que nos perdonen por existir. Un deporte de contacto que, más que boxear, consiste en esquivar golpes que no diste, palabras que no dijiste y pecados que no cometiste. Bienvenido a la era de la posverdad, donde el juicio llega antes que el delito y el veredicto lo dictan las redes sociales. Ya no vivimos para convencer. Vivimos para desmentir.
Disparan primero, preguntan después. Si preguntan. Un tuit con la pólvora justa hace más daño que una sentencia firme. Lo vemos en política, donde la reputación dura lo que tarda un algoritmo en viralizar un bulo. En el mundo de la farándula, donde la polémica cotiza más que el talento. Y en la vida cotidiana, donde hasta los vecinos te montan una querella en el grupo de WhatsApp o en la tertulia que acompaña al café por una bolsa mal reciclada. No importa la razón. Importa el espectáculo. Y lo más interesante es que no hace falta ser el más poderoso del barrio para participar en la fiesta. El ciudadano medio también se ha puesto la toga de juez y la máscara de justiciero digital.
Vivimos en la época dorada de los ignorantes seguros de sí mismos. Lo advirtió el Premio Nobel de Literatura Bertrand Russell, con una elegancia británica que hoy parece ciencia ficción: “Los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes, llenos de dudas”. Un mundo que premia el grito más atronador y enmudece la reflexión. Sin espacio para la razón, que tiende a la orfandad entretanto la opinión personal se disfraza de verdad universal. Porque mientras tú argumentas, ellos ya han hecho trending topic su linchamiento particular al afortunado de turno.
Parece una cuestión de ignorancia, pero es también un deporte emocional: el desahogo colectivo. Si te lapido públicamente, me libro de mis propios pecados. Si te convierto en el malo de la película, yo salgo del cine como héroe. La culpa cambia de dueño con solo un retuit. Y así, entre linchamientos simbólicos y hogueras digitales, vamos cocinando una sociedad donde el matiz es sospechoso y el contexto un lujo que nadie se puede permitir.
Se dice, aunque sin una gran certeza, que a Dostoievski - escritor en la época del Imperio ruso, poca broma - se le atribuye esta frase: “La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas”. Parece escrita esta mañana. Las cosas como son. Y así estamos, caminando de puntillas para no incomodar a quien no quiere entender. Rebajando el discurso hasta dejarlo en caldo de sobre, no sea que alguien se atragante con una idea compleja.
Lo preocupante no es solo la mentira, es el silencio que deja a su paso. El miedo a hablar. La pereza de argumentar. El cansancio de tener que explicar lo evidente una y otra vez, como si estuviésemos atrapados en un bucle de desmentidos y caras de póker.
¿Y la verdad? Ay, pobre. Esa señora con zapatos gastados y voz serena, siempre llega tarde. En cambio, la mentira viaja en jet privado, con megáfono en mano y luces de neón. Disparan primero, preguntan después. Si preguntan.