La calle Larga de Jerez, vacía por el estado de alarma. FOTO: MANU GARCÍA
La calle Larga de Jerez, vacía por el estado de alarma. FOTO: MANU GARCÍA

Hace un par de semanas cuando escribía desde este mismo espacio sobre una “amenaza invisible” llamada coronavirus, poco podía yo imaginar que unas semanas después nos íbamos a ver en esta situación. Es lo que tiene no haberse visto nunca antes en otra igual. Demasiado acostumbrados a películas apocalípticas, que los y las guruses recomiendan estos días no ver, casi me hubiera dejado cortar un brazo en una apuesta imaginaria a que esto nunca hubiese podido suceder.

Pero aquí estamos. En confinamiento forzoso para intentar parar esta pandemia que ya es una realidad muy visible, aunque los virus sigan teniendo su microscópico tamaño. Así que lo primero es pedirles una disculpa por mi doble defecto visual: por mi miopía y por mi astigmatismo, porque no lo vi venir, ni de cerca ni de lejos. No sólo no entraba en los planes de nadie. En mi imaginación, tampoco.

Esta situación, que es casi universal en nuestro entorno y que no distingue apenas de clases, por más que no sea igual estar recluido en 50 metros sin balcón que en 500 con amplio jardín, exige una férrea autodisciplina. Eso tan raro en nuestros tiempos, que apenas practicamos y, cuando lo hacemos, con numerosas artimañas cuando nos enfrentamos a banalidades tales como adelgazar para que volver a introducirnos en ese vestido de feria que este año no vestiremos.

De repente, todo es serio, grave, mortal. Mortal y cercano. Y asistimos con incredulidad –yo la primera— a una peli de terror que es verdad verdadera, esta vez. Cifras de personas infectadas que crecen, estadísticas que van cambiando ante nuestros ojos… y al tiempo que se nos exige y conmina al autoaislamiento y a la disciplina, se nos sigue sirviendo el espectáculo doble de la solidaridad y de la idiotez en directo.

Asisto abochornada al circo de tres pistas en el que se ha convertido esta profesión que elegí creyendo informativa y de bien social hace tres décadas. Junto a los directos continuos que no ayudan nada en calles prácticamente vacías, donde preguntan al viandante dónde va, por si aporta algo; el recreo de tenis entre ventanas desde un tercer piso ocupando espacios de prime time en el informativo y los memes de cualquier cosa, sí, de cualquier cosa, porque de fondo sigue flotando la incredulidad de que algo así nos pueda pasar en pleno siglo XXI.

Pues está pasando. Con incredulidad, autodisciplina y con mucha solidaridad, no toda afortunadamente autoexhibida. Con mucho espectáculo mediático para beneficio económico de alguien, con enormes pérdidas humanas y también de carácter pecuniario y empresarial y grandes cantidades de estulticia, a menudo viralizadas, si sirve el chistecillo dramático en estas circunstancias.

Por más que nos creamos grandes, nada de eso. Inmensa la lección de humildad a una humanidad todopoderosa y henchida de orgullo que tiene que doblegarse ante algo tan pequeño que ni se ve. Haríamos bien en aprovechar este aislamiento para realizar alguna que otra reflexión individual y grupal, sobre lo que importa como personas y como sociedad y los caminos que tomamos en la vida. A lo mejor hay que resetearse algo.

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