¿Por qué se asocia el calificativo romántico a algo tan carente de ese espíritu?
¡Dichoso San Valentín! Desde que enchufé la radio esta mañana no parece que haya nada más importante en este día 14 de febrero..., ¿será que me estoy haciendo mayor…? ¿Me estaré convirtiendo en una descreída? Lo digo porque me parece algo tan pasado, tan ñoño, tan lleno de topicazos, tan a medida de El Corte Inglés…, que me sorprende que haya tanta gente que lo celebre, y para más INRI, se atrevan a compartir con el personal poesías y dedicatorias, a cada cual más cursi, por no hablar de las más cutres. No vale la pena transcribirlas, porque dan un poco de vergüenza…, o quizás pudor… No sé, pero me ha llamado la atención tanta gente “enamorada”.
Estas celebraciones me recuerdan a mi adolescencia. De hecho también yo caí alguna vez en la trampa de pensar que el amor había que celebrarlo un día especial. Por eso soy comprensiva con esos jovencitos que se escriben mensajes en Twitter, o se regalan una piruleta de color rojo con forma de corazón. En el fondo, me parece algo bastante normal en una cierta época de la vida, en esa edad del pavo en la que sientes que ese chico que te hace tilín es el gran amor que te salvará del tedio y, sobre todo, te hará feliz. ¡Ah!, cuántas veces habré escuchado esto de “te haré feliz”, “me hará feliz” o despiden al enamorado o enamorada con un "¡no me haces feliz!" Cuánta inocencia y confusión hay detrás de esta idea de que somos responsables de la felicidad del otro. Un gravísimo error que produce demasiadas frustraciones y rupturas. Por eso, escucharlo de un adolescente o jovencita me produce una ternura muy especial. Al fin y al cabo es lo que toca a esa edad.
En esto del romanticismo mal entendido, los periodistas de la tele tienen mucha culpa, o responsabilidad, o lo que quieran, que ahora ya no se puede usar ese término (culpa). Sí, esos mismos que hablan de esta u otra artista que ha encontrado al hombre o mujer de su vida, o que tiene una relación muy consolidada, a los pocos meses de iniciar una historia. Cuando llega el día 14 de febrero nos regalan reportajes sobre el consumo amoroso que se produce para la celebración. Esto ya me hace abrir los ojos como platos, especialmente cuando hablan de regalos más o menos caros, cenas románticas, fines de semana en hoteles carísimos, con jacuzzi y demás pamplinas, a las que curiosamente califican como “románticas”. Todo este arsenal de gestos y detalles yo los considero tiernos, entrañables, mimosos, amorosos, divertidos, placenteros, pero no románticos.
¿Por qué se asocia el calificativo romántico a algo tan carente de ese espíritu? Me pregunto y no encuentro la respuesta. ¿Acaso lo romántico no tiene más que ver con lo pasional, lo tormentoso, lo aventurero, lo trágico…? El Romanticismo es algo así como un canto a los espíritus libres en todos los sentidos. Eso significa un estilo de vida y un tipo de relaciones amorosas muy alejadas de las cenitas con velas, de la comodidad del hotel con jacuzzi…, en definitiva, de todo lo que conlleva una vida convencional y desde luego acomodada. Una persona romántica, para mí, debe ser excesiva, extravagante, bohemia, idealista, pasional…, vamos, bastante transgresora y un punto irracional. Por eso en la literatura y el arte en general (me refiero a la tradición romántica) las historias de amor suelen acabar trágicamente. ¿Por qué? Porque tratan de amores imposibles, desesperados, en los que los protagonistas arriesgan mucho y están dispuestos incluso a grandes sacrificios, a perderlo todo, hasta la vida.
Madame Bovary, por ejemplo, fue una de esas ilusas que, no se conformaba con vivir una vida cómoda y sin pasión. De forma poco racional, desde luego, emprendió un camino peligroso que le llevó a la perdición y a la muerte. Enma Bovary, influida por su afición a la literatura, quería vivir la vida como las heroínas de las novelas, con riesgo, con pasión y saltándose la moral de su tiempo. También Ana Karenina vive ese tipo de pasión transgresora que la lleva a la muerte. Y es que la muerte es una forma de redimir a los personajes de estas historias, y si no, recuerda a Don Juan de Zorrilla, o Violeta, en La Traviata de Verdi. Todos ellos acaban bastante mal, por su mala cabeza, porque de alguna manera tienen que pagar su gran pecado: amar fuera de las reglas que marca la sociedad; todos ellos sufrieron por amor, algunos se sacrificaron, como Violeta, y en general arrasaron con todo lo que se les ponía por delante para lograr sus fines.
En Los puentes de Madison, por ejemplo, si hay algo romántico, no es la cenita y el baile de la pareja, sino la tremenda lucha interior que se da, sobre todo en la mujer. Sí, porque es ella la que vive el drama de escoger entre la lealtad hacia su marido y su sencilla y aburrida vida familiar, o la aventura con un desconocido, hacia el que siente una atracción difícil de asumir para una mujer casada y con una vida convencional. Es romántica por ese drama que hay que vivir y resolver, pero también por la decisión que toma Francesca. Una renuncia, un sacrificio que mantiene vivo el amor de por vida. Qué gran drama.
Seguro que muchos de los lectores no van a estar de acuerdo conmigo, pero tengo que decirlo. No pienso que haya romanticismo en muchas relaciones actuales que confunden sexo fácil con pasión amorosa, que cambian de amor como de camiseta, que esperan a aprobar las oposiciones y tener un buen piso para casarse, y que el mayor riesgo que suelen correr es comprarse un billete de avión para marcharse a Nueva York, o buscarse un hotelito en la sierra donde cenar a la luz de las velas y con una buena calefacción. Si esto es romanticismo, que venga Dios y lo vea, o mejor que venga Gustavo Adolfo Bécquer, por poner un ejemplo de poeta atormentado y muerto prematuramente. Se echaría las manos a la cabeza.
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