Dicen que no sabemos contar. Pero no han querido escucharnos

Porque escuchar —esa actividad humilde, casi subversiva— sigue siendo una de las formas más eficaces de aprender. Y también de desmentirse a una misma

Fotograma de la serie 'La Señora'.
19 de diciembre de 2025 a las 11:33h

Dicen —con esa suficiencia que suele acompañar a quien cree dominar el relato— que en Andalucía no sabemos contar. Que fallamos con los números, que nos liamos con las cifras, que confundimos la cuenta con el cuento. Y durante unos días el discurso ha flotado en el aire como una pulla antigua, heredera de tantos tópicos repetidos cual chascarrillo navideño.

A lo mejor es que quizá contamos otras cosas. O de otro modo. O con otra paciencia. Déjenme, entonces, que os cuente lo último que yo he aprendido. No en titulares, sino en libros. En conversaciones. En escuchar con atención cuando alguien sabe más que una. Porque escuchar —esa actividad humilde, casi subversiva— sigue siendo una de las formas más eficaces de aprender. Y también de desmentirse a una misma.

Si no fuera porque en 2023 traje a Jerez a la arqueóloga Marga Sánchez Romero para presentar Prehistorias de mujeres (Ediciones Destino, 2022), probablemente yo no habría vuelto a mirar con otros ojos un libro que tenía gastado de tanto leer: el Libro del Repartimiento de Jerez. Ese volumen que llevaba años acompañándome, subrayado, consultado, casi domesticado. Y, sin embargo, no lo había visto. No del todo.

No fue una revelación, sino una pregunta. Una de esas que desordenan lo aprendido. Al hablar de su trabajo en los yacimientos, Marga Sánchez Romero no insistía en lo que se había contado siempre, sino en lo que faltaba: ¿dónde están las mujeres? Durante demasiado tiempo la arqueología dio por hecho que cada guerrero era un hombre, que la caza les pertenecía y que ellas quedaban relegadas a un segundo plano casi decorativo. Bastó escuchar ese desplazamiento de la mirada para que yo regresara a mis propias fuentes con una sospecha nueva. Y allí estaban. Claras. Documentadas. Las mujeres con titularidad de caballería ciudadana en el repartimiento jerezano. Mujeres que poseían, heredaban, gestionaban. Mujeres que no eran apéndice de nadie. Mujeres que, sin saberlo, llevaban años esperando a que alguien las mirase sin prejuicio.

De ese ejercicio de escucha nació Las Fronteras. Mujeres en el Libro del Repartimiento de Jerez (Tierra de Nadie, 2025). No de una revelación súbita, sino de la constatación incómoda de que a veces no vemos porque no queremos ver. O porque nadie nos ha enseñado a mirar de otra manera.

Algo parecido me ocurrió hace poco, en un registro distinto, pero con idéntico temblor intelectual, durante la charla de Mª José Solano, La estirpe de Irene Adler: damas del misterio, organizada por nuestra Sociedad Literaria Sherlock Holmes. Aquella tarde no solo nos presentó a una decena de autoras de principios del siglo XX, injustamente olvidadas, sino que dejó caer un comentario casi inofensivo en apariencia, de esos que no reclaman énfasis, pero lo contienen todo: cuando las mujeres, en la literatura y en el cine, se salen de lo estipulado, se las castiga.

Aquella frase se me quedó adherida al pensamiento. Solo después comprendí que no era una ocurrencia, sino la descripción exacta de un modus operandi narrativo que llevaba siglos repitiéndose. Y de pronto, todo encajó.

Pensé en Emma Bovary, asfixiada por la culpa hasta no encontrar otra salida que el veneno. Pensé en Marguerite Gautier, aquella dama de las camelias que renunció al amor verdadero para no manchar el porvenir de otros. Pensé en Madame de Tourvel, resistiéndose a Valmont hasta que el deseo la venció y acabó muriendo, purificada entre muros conventuales. El siglo XIX fue implacable con las mujeres que osaron querer algo más.

Pero no hace falta viajar tan atrás.

Ahí está La señora (Diagonal TV para La 1), que castigaba sin piedad a su protagonista por amar fuera del guion permitido. Da igual la manipulación, la violencia o incluso el asesinato del padre: el pecado imperdonable era que ella deseara otra vida. Y ahí está El príncipe (Plano a Plano para Telecinco), donde ocurre exactamente lo mismo. Pudo salvarla muchas veces, pero le hacía falta una infiltrada. Y cuando todo acabó mal, murió ella —claro que murió ella—. Los demás siguieron adelante.

Siempre es ella la que paga. Siempre es su libertad la que se cobra el relato. Y luego nos sorprendemos. Luego decimos que el feminismo ya no hace falta. Que todo está superado. Que exageramos. Que ya no sabemos contar.

Pero basta escuchar. Escuchar a una arqueóloga, a una ensayista, a las autoras del pasado, a las protagonistas de ficción. Escuchar de verdad. Sin ponerse a la defensiva. Sin pensar que una ya lo sabe todo. Para darse cuenta de que el patrón se repite con una constancia casi matemática: cuando una mujer grita que quiere decidir, que no quiere someterse a lo que se espera de ella, la historia se las arregla para castigarla. Con la muerte, con la culpa, con la renuncia, con el silencio.

No escribo esto como manifiesto, ni falta que hace. Lo escribo como recuento. Como quien suma lo que ha visto, lo que ha leído, lo que ha aprendido escuchando. Porque quizá el problema no sea que no sepamos contar, sino que durante siglos no se ha querido escuchar a quienes estaban contando otra cosa.

Y a veces basta eso —sentarse en una silla, abrir un libro, atender una charla— para que todo lo que creíamos sabido se reordene. Para que entendamos que aprender no siempre consiste en añadir conocimientos nuevos, sino en mirar de frente lo que siempre estuvo ahí.

Eso es lo último que he contabilizado. Y no son cifras. Son certezas incómodas. De esas que solo aparecen cuando una decide, por fin, escuchar.