Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, en el hospital de campaña de Ifema.
Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, en el hospital de campaña de Ifema.

En estos días difíciles, en los que nuestro espacio vital se ha reducido a las cuatro paredes de nuestros hogares, aquella canción que compusiera Pablo Milanés se ha convertido no sólo en un canto de esperanza sino también en la rotunda afirmación de que volveremos a ser lo que fuimos a pesar del daño que la enfermedad nos está infligiendo. Y como Pablo, cuando eso ocurra, todos nos detendremos en una hermosa plaza liberada a llorar por los ausentes, por todos a los que sólo pudimos decir adiós en la lejanía.

Pero mientras eso llega, y no cabe duda que llegará, continuamos asistiendo impertérritos a esta especie de carnaval de la muerte en el que algunos pretenden convertir nuestra tragedia colectiva. Produce sonrojo, más allá de las legitimas ideas políticas de cada cual, contemplar el espectáculo en el que se intenta convertir la vida pública con una frivolidad impropia de quienes merecieron en algún momento el apoyo electoral de una parte de la ciudadanía.

Ver cómo la presidenta, con vocación de influencer de la pandemia, se pasea por aeropuertos y hospitales sin respetar las más elementales normas de seguridad y a cara descubierta como si la mascarilla fuese el foulard de moda, no deja de ser un síntoma de inmadurez impropio de quien carga sobre sus espaldas con la responsabilidad de gobernar la comunidad autónoma donde el virus está acabando con más vidas humanas.

Y si comportamientos como este deshonran el trabajo de los representantes públicos no es difícil encontrar quienes pretenden el más difícil todavía, una especie de triple salto mortal con tirabuzón de la irresponsabilidad política. El exponente más claro en los últimos días es la señora diputada que se pasea por el hemiciclo con una mascarilla que más bien pareciera una especie de bozal de la Unidad Canina de la Guardia Civil, acusando a diestro y siniestro de crímenes horribles que sólo pueden existir en su mente enfermiza y la de bastantes de sus correligionarios, cuando no se entretienen jugando a llenar nuestras calles vacías de ataúdes, una iconografía que quizás revele el recuerdo inconsciente del pasado que protagonizaron sus antepasados políticos llenando de cuerpos sin vida las cunetas y las fosas comunes.

Pero si algo realmente provoca dolor en nuestras vidas, más allá de las muertes que la enfermedad provoca cada día, es el sentimiento profundamente egoísta, xenófobo e irracional de los avisos colgados en las puertas de sanitarios o personal de supermercados que cada día ponen en riesgo su propia vida por colaborar en mantener las nuestras con una generosidad y desprendimiento que nunca seremos capaces de poder corresponder. Quizás ésta sea la última manifestación, por el momento, de la perversión moral en la que algunos viven, el último exponente de la España profunda que muchos considerábamos extinguida.

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