Un grupo de sanitarios con EPI en Cantabria. FOTO: Gobierno cántabro
Un grupo de sanitarios con EPI en Cantabria. FOTO: Gobierno cántabro

Este otoño se ha vestido de negro, la causa no es otra que el avance del Covid-19 en lo que ha dado en llamarse la segunda ola que en algunos lugares se ha convertido en terrible tsunami que de nuevo se lleva por delante la vida de un buen número de seres humanos, y con ello siembra el dolor en muchas familias que han perdido a alguno de sus seres queridos. Más que nunca pensamos en este virus nuestro de cada día que no sólo ha cambiado nuestra forma de vida sino también nuestra visión del futuro poniendo en cuestión nuestras certezas pasadas y con ello nuestra estabilidad emocional gravemente erosionada por el miedo a lo desconocido.

Hubo un tiempo cercano en que creímos haber ganado la batalla y rápidamente corrimos a la búsqueda del tiempo perdido en los meses del confinamiento extremo. Eran tiempos en que los defensores del liberalismo más radical anunciaban la victoria sobre la enfermedad y el valor supremo de la economía. Tocaba abrir las fronteras interiores y también las exteriores sin percatarse de que el remedio podía ser peor que la enfermedad. Hubo una carrera sin precedentes entre los responsables de los gobiernos autonómicos para no ser el último o la última en abrir en canal sus territorios. Al poco nos dimos cuenta que tanta osadía no podía traer nada bueno, pero ya era tarde y territorios como Andalucía, que había soportado sin estrecheces la primera ola, vio como la enfermedad poco a poco se convertía en terrible tsunami.

De nada valía contra el virus la ostentación de la que nuestros gobernantes hacían gala, ni los famosos vigilantes de las playas andaluzas, ni el tan cacareado plan de las tres mil camas iban a ser suficientes para garantizar que no llegaría este otoño negro que estamos viviendo. Atrás, enterradas en las hemerotecas, duermen las declaraciones triunfalistas de unos y otros, y revivirlas ahora provocaría el bochorno y la vergüenza ajena. Los partidarios de la economía triunfaron sobre los defensores de la salud derrochando el capital que había supuesto el esfuerzo ciudadano durante el confinamiento y sobre todo la lucha sin cuartel de los trabajadores y trabajadoras sanitarios a los que aplaudíamos cada día y olvidamos a los pocos meses.

Hoy esos trabajadores y trabajadoras de la sanidad pública  han vuelto a la lucha con las mismas ganas de proteger nuestras vidas y aprovechan sus momentos de descanso para manifestarse contra las medidas laborales que les han empezado a aplicar y que pretenden someterles a una suerte de esclavitud con el virus por bandera. Los aplausos de ayer se han convertido hoy en recortes de sus derechos laborales poniendo en grave riesgo no sólo su salud, como demuestra el alto número de contagios entre los profesionales, sino también el último de sus refugios afectivos, atacando su derecho a la conciliación familiar y haciéndoles sentir como Ulises a la búsqueda de su Ítaca perdida.

Ojalá las vacunas que se anuncian para un futuro no lejano sean capaces de hacernos salir de esta terrible ensoñación y con ello recuperar la ilusión colectiva que guía el devenir vital de los seres humanos. Confiemos en la ciencia y en la medicina para despertar pronto de la pesadilla de este virus nuestro de cada día.

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