Sánchez y Díaz Ayuso, el pasado lunes en rueda de prensa. FOTO: COMUNIDAD DE MADRID
Sánchez y Díaz Ayuso, el pasado lunes en rueda de prensa. FOTO: COMUNIDAD DE MADRID

No había que ser demasiado listo para saber que la boda política que celebraron el pasado lunes el presidente Sánchez y la presidenta madrileña Díaz Ayuso iba a durar menos que una canción del dúo Pimpinela. Bastaba con ver la sobreactuación de los contrayentes en aquel altar repleto de banderas para darse cuenta que el amor era quizás el gran ausente.

Dicen algunas crónicas de sociedad que aquel enlace de conveniencia sólo sirvió para blanquear la desastrosa gestión de Ayuso en lo que se refiere a la pandemia del Covid-19 y que el único fruto de aquel matrimonio, la creación de un grupo de trabajo para coordinar la actuación frente al virus, tenía todos los visos de convertirse en concebido y no nacido. 

Se veía venir que aquella impostada felicidad de los contrayentes, sólo rota en momentos por los diálogos calderonianos de la presidenta y las críticas veladas al Gobierno de España, iba a durar menos que una piruleta en la puerta de un colegio que es como califica la gente de la calle la fugacidad tragicómica de los actos fallidos de la clase política. Una vez más el mítico asesor del presidente, el omnipresente Iván Redondo, había cargado la suerte de tal manera que su jefe pareció aquel día un marine americano empeñado en salvar al soldado Ryan, en este caso la señora Ayuso, en lugar del superhéroe capaz de liberar a los madrileños y madrileñas del legítimo temor al virus y a su señora presidenta aplicando un 155 de hecho en materia de lucha contra el Covid tal como reclama la gran mayoría de la ciudadanía.

Lo que no se veía venir y sin embargo ocurrió es que dos secundarios del Gobierno de Ayuso, el vicepresidente Aguado y el consejero Garrido, especie de personajes en busca de autor como en la obra de Pirandello, se atrevieran a inaugurar días más tarde un dispensador de hidrogel en una estación de Metro madrileña. Ni los Hermanos Marx en sus momentos más gloriosos, surrealistas y delirantes hubieran podido superar este episodio de la parte naranja del Gobierno madrileño. Suerte tuvieron que el acto, como los sepelios de muchos famosos, transcurriera en la más estricta intimidad sólo rota por la presencia de algunas cámaras y micrófonos convocados para mayor gloria y difusión de tamaño atrevimiento.

Y lo que también se veía venir era la vuelta de Felipe a Sevilla, no del mítico González, tan denostado hoy por muchos de sus correligionarios como adorado en su momento por el común de los mortales. Me refiero a otro Felipe de apellido Sicilia que ha anunciado su intención de disputar las llaves del sultanato andaluz a una Susana que como Manrique, aquel personaje de la Rima de Bécquer, disfruta recorriendo cada noche la paz de los cementerios persiguiendo un rayo de luna con cara de Pedro Sánchez. Y aunque ya lo advertí hace meses siguen sonando voces de muerte cerca del Guadalquivir, y por lo que parece cada vez suenan más cerca…

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