Pedro Sánchez, durante la noche electoral del 10N.
Pedro Sánchez, durante la noche electoral del 10N.

Parece que la noche del domingo algunos políticos españoles le vieron las orejas al lobo en forma de barba de Abascal. El ascenso del partido de la ultraderecha ha surtido un efecto balsámico sobre las actitudes levantiscas y fratricidas de la izquierda española que se ha puesto manos a la obra con una laboriosidad digna de elogio y como nunca antes se había visto.

Y es que las elecciones del pasado 10N han clarificado el panorama político español para lo bueno y para lo malo. La ciudadanía ha dejado de las vanidades a quien había abandonado su posición natural, caso de Albert Rivera y su Ciudadanos. Rivera ha hecho las maletas a la velocidad de la luz convencido de que los tríos sólo funcionan en la música y que él había interpretado una partitura equivocada. Tras de sí deja un rosario de errores políticos encadenados que tuvieron su momento cumbre en la foto de Colón y los sucesivos acuerdos de gobierno en los que ha participado la ultraderecha de una manera u otra. La utopía del sorpasso ha devorado sin piedad las ambiciones políticas de aquel joven catalán que vino a Madrid a hacer las Américas y ha dejado a su partido como “los últimos de Filipinas”. Dicen que ha sabido irse, yo más bien creo que sus electores de antaño han sabido echarlo y él ha intentado aquello tan socorrido en estos casos de hacer de la necesidad virtud. Como dijera Rubalcaba, en España sabemos enterrar muy bien.

Por otro lado el ascenso de la ultraderecha ha venido a marcar la jornada electoral. Podrían hacerse mil interpretaciones diferentes de lo que se veía venir pero no dejarían de ser variaciones sobre un mismo tema que no es otro que en España, junto a los electorados fieles a las siglas políticas sobre todo los partidos más clásicos PP y PSOE, existe lo que podríamos llamar el “partido de los cabreados permanentes”, que unas veces es capaz de votar a la izquierda “radical” y cuatro años más tarde a la derecha más extrema como acaba de ocurrir, pasando mientras tanto por las fauces anaranjadas de Ciudadanos, una especie de viaje a ninguna parte que ojalá no sea un viaje sin retorno.

Pero una vez pasado el día después, ese lunes al sol cargado de sonrisas y lágrimas, es hora de dejar de llorar sobre la leche derramada, y eso es lo que han debido entender Sánchez e Iglesias que ni cortos ni perezosos han pisado el acelerador del gobierno de coalición. Sánchez ha debido superar de la noche a la mañana su predisposición al insomnio y el líder de Unidas Podemos ha adquirido una facilidad pasmosa para abrazar socialistas insomnes. Todo sea por la estabilidad institucional de una España que aún se rige por los Presupuestos generales aprobados en tiempos del ministro Montoro y a los que Maria Jesús Montero ha exprimido hasta la saciedad de manera magistral. Ahora queda lo más difícil, cuadrar las cuentas de la aritmética parlamentaria en unas Cortes Generales más fragmentadas que nunca. Como diría un taurino: “Al toro maestro”, con permiso del monopolio de Santiago y cierra España…

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