Lo de Iniesta, visto diez años después: necesitamos ganar otro Mundial para volver a querer darnos abrazos

La crisis ya estaba y se preveía lo peor. Sin embargo, esta vez aspiramos a la Luna y conseguimos alcanzarla. La sobretensionada sociedad ha perdido las ganas de quererse como aquellos días

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Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Institucional y Política por la Universidad de Sevilla. Comencé mi trayectoria periodística en cabeceras de Grupo Joly y he trabajado como responsable de contenidos y redes sociales en un departamento de marketing antes de volver a la prensa digital en lavozdelsur.es.

Casillas besa la Copa del Mundo junto al resto de la Selección, en Sudáfrica en 2010. FOTO: FIFATV
Casillas besa la Copa del Mundo junto al resto de la Selección, en Sudáfrica en 2010. FOTO: FIFATV

Fue como ver llegar el hombre a la Luna, algo que me habría apasionado ver. No debe de andar muy desencaminado, porque lo de poner el pie en el satélite, superar años de frustraciones, apuntar con el dedo a lo inalcanzable, era lo que venía viviendo durante años el fútbol español. Cuántas noches de desamor, cuántas frustraciones. Cuántas veces levantó el dedo el país y apuntó alto. No estábamos equiparados a las grandes selecciones europeas hasta que en 2008 ganamos la Eurocopa. Partir de favoritos en el Mundial, o entre ellos, era solo un acorde por menores, una melodía que entraba pero inquietante, anticipando una caída. Hubo una empresa que daba superdescuentos entre quienes compraran un televisor antes del Mundial de Sudáfrica. Se suponía que la acción estaba encaminada a celebrar el éxito. En el fondo, era porque creían de verdad que la Selección no lo conseguiría.

En aquel 2010 sufríamos ya una crisis económica en fase de "lo peor está por llegar", en la decepción por una gestión socialista que abrazó las tesis alemanas neoliberales por puro pragmatismo. Aún no había 15-M, ni un envite independentista, Ciudadanos era Ciutadans y Pablo Iglesias era un profesor que colaboraba en IU. Aquella mañana la pasé en Sevilla. Compré el Marca. "Si ganamos luego, mañana no habrá quien lo encuentre en el kiosko". Superada la tensión de Paraguay, la decepción del primer partido ante Suiza, un grupo de chavales renqueó sin brillar hasta colarse en la semifinal frente a la temidísima Alemania, un equipazo de arriba hasta abajo. Cuando marcó Puyol, todo marchaba. "Estamos en la final". Aquel holandés que había jugado en el Barcelona, Gio, se inventó un balonazo de esos que acaban en Coria y metió a los suyos en la Finalísima y dejó en el camino a la Uruguay de Forlán, un equipo que se ganó el respeto.

En la final, nada de peloterismo. Sangre. Los holandeses jugaron a lo que a muchos se les había olvidado que sabían jugar. Con la delicadeza de un campo de tierra inglés, clavaron las botas en el pecho a Xabi Alonso; con la clase de un torpedo de la Bundesliga, Robben se marcó dos contraataques que aquel chico de talento y poco dado al sacrificio físico, Casillas, pudo salvar. Luego, Iniesta. Navas avanza, caracolea, Cesc busca a Torres, pero todos están cansados. En un rechace mal ejecutado por Holanda -ahora Países Bajos-, vuelve a caerle al catalán para encontrar a un chavalín de Albacete, que pisó área pero parecía crecer de entre la hierba como un melón. De dónde ha salido este, debió pensar la defensa. Cuentan que lo vio dentro. Otro talento escurridizo, poco imponente, de ese colega tranquilo por el que pegas bocados, pero que no impone al otro lado en el recreo.

Aquel partido lo viví con la amargura de algún problema familiar. Sentía algo que sé que sienten muchos, la idea de no estar disfrutándolo del todo. Tenía 21 años y las cejas cansadas. Pero por un momento se apagaron los miedos. Lo viví con la familia. Mi abuelo no lo vio. Un año antes me había dicho que no podría creerse que el Xerez jugaría en Primera hasta que lo viera. Y no lo vio, porque le falló el corazón a un par de semanas del inicio de la Liga. Mi padre y él lo pensamos. Tantas noches viendo a Clemente no tuvieron recompensa para él.

Y todo esto viene a cómo existe un denominado político y cultural capaz de marcar de forma tan honda las experiencias de cada uno. El fútbol es una anécdota. Cuenta Pablo Iglesias que intentaron salir a celebrarlo con banderas republicanas, pero cuando él y unos amigos se vieron en la calle, sabían que estaban haciendo el ridículo, y se quitaron de si había corona o no en los escudos. Diez años después, hemos vivido una agresiva recuperación de los símbolos, primero como respuesta a Puigdemont, y ahora contra el Gobierno de Coalición. Jamás hemos necesitado más un gol de Iniesta. Ya no vendrá. No hay Juegos Olímpicos, no juega la de baloncesto, esa que nos apasiona aún más a unos pocos.

Lo necesitamos no para comenzar a mirar a otro lado con los problemas de siempre, sino porque necesitamos respirar y retomar la batalla después de saber que podemos abrazarnos. Por lo menos, que queramos hacerlo hasta que el bicho este nos deje. Cómo los echo de menos, como a esos amigos que ya nunca veo dentro de un estadio porque han emigrado y que compartieron noches de llevar el carné en la cartera hasta Chapín. Por eso, además, me alegro tanto por los muchos cadistas a los que aprecio, desde una rivalidad que nunca debería ser insana, y solo espero que este sábado, si se diera -escribo al mediodía-, no favorezca los contagios. El fútbol está al servicio de esta sociedad construida sobre símbolos. El nuestro es Iniesta y unos veinteañeros como lo era yo entonces. Luego, pelearon entre ellos en muchos partidos, casi ni se miraron. Pero aquellos días hubo abrazos. No eran falsos, sino de corazón. Quizá lo falso, impostado, es basar nuestras relaciones políticas sobre el odio. No significa que no haya que reprocharse las cosas como son, pero saberlo que lo hacemos como país y que en realidad, después de todo, tenemos un proyecto común.

No lo olviden, ganamos un Mundial con un líder que transmitía las emociones de un Pentium II, Vicente del Bosque. Uno de esos que quiero en mi equipo, trabajador, calmado, honrado, coherente, valiente... Son valores de verdad. En eso, la anécdota del fútbol, es realidad. Nadie sabía lo que iba a ocurrir. Pero aquella alegría reparadora ante una crisis que se venía encima y nos asustaba, nos ayudó a sobrellevarlo. No hay intrascendencia en lo que te hace disfrutar de corazón y te reconcilia con el mundo. Qué suerte tuvimos los que lo vimos. Diez años después, cobra más valor que nunca por lo que significó. Recuperemos aquel espíritu que reconcilió a los del Barcelona y a los del Madrid durante unas semanas. Hasta muchos independentistas confiesan que apoyaron a la Selección, por las razones que fuera, porque era el equipo en el que iban los suyos. Y quien no esté dispuesto a reconciliarse por dos horas, o desear lo mejor por lo común... Esa gente sí que me sobra. Los abrazos y la alegría, como el esfuerzo, no se negocian.

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