Derivas y derrotas

La prueba definitiva es el último esperpento vivido en el Senado, escenificando la deriva del que otrora fuera un partido

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Irene Montero e Ione Belarra, de Podemos, en la despedida como ministras.
Irene Montero e Ione Belarra, de Podemos, en la despedida como ministras.

En el argot náutico, se entiende por ‘deriva’ el desvío de la trayectoria real de una embarcación con respecto a la verdadera dirección de su proa, su rumbo. Suele ser producto de la corriente y se considera un concepto afín al de ‘abatimiento’ —cuando el cambio de rumbo involuntario está provocado por una acción del viento—. Los símiles traumáticos no acaban ahí, pues en navegación a ese desvío del camino inicial se lo conoce también como ‘derrota’. Quizás sea por aquello de tanta carga negativa en los términos que nos parece lo peor eso de andar a la deriva. La falta de control, la incapacidad de ser capitanes de nuestro propio camino —como diría un buen mamarracho del coaching— asusta bastante. Sentir esa derrota como parte de la travesía nos amenaza por más que nos creamos experimentadas mujeres y hombres de mar.

Desde ayer ando pensando en las derivas y en los océanos. Seguramente me han trasladado esa imagen los millones de bolitas de plástico que han llegado a las costas gallegas estos días. Los ya famosos pellets de polietileno que se mezclan con la arena de la Costa da Morte se nos han metido a todos en la mente como años más tarde lo harán en nuestro cuerpo. Por mucho que los políticos irresponsables anden echándose la patata caliente de unas siglas a otras. 

Y, en otros terrenos menos líquidos, no navegamos mucho mejor. La prueba definitiva es el último esperpento vivido en el Senado, escenificando la deriva del que otrora fuera un partido. O quizás nunca lo fue. Una formación que llegó a los setenta y un escaños en el Congreso de los Diputados y que hoy cuenta con cinco votos diluidos en el grupo mixto antes de cumplir su primera década de vida. Poca objeción puede ponerse a catalogarlo como deriva. Un partido que devolvió la ilusión por la política a los que habían abandonado la convicción del voto o a los que nunca la habían tenido. Unas siglas que nunca lo fueron porque abrieron la senda de la palabra —en sentido figurado y hasta en el nombre— y que provocaron que los mítines se llenaran de la gente que jamás había estado en uno. Un grupo de personas que hicieron creer a muchos que sí se podía y que cabría un camino diferente. Un partido que, quizás porque siempre fue otra cosa, se iba deshaciendo por momentos. Una historia de traiciones, vetos, paranoia, persecuciones, maltrato mediático y hasta cuernos. Pero, sobre todo, discrepancias en público y desunión. También protección social e ilusión.

Puede que por aquello de la ilusión que muchos tuvieron nos duela especialmente la sonrisa congelada de Belarra, ese discurso impertérrito del todo bien, esa frialdad ante la debacle y ese agarrarse al sillón. Ese maniobrar de Iglesias desde el chalet, cual villano del Inspector Gadget con reel en lugar de gato en mano. Ese votar en contra del bolsillo de los parados porque pesa más una cuita personal y más tiempo en los telediarios. Si el problema fuera realmente el recorte que implicaba el decreto, se podría haber subsanado en el trámite parlamentario, pero era más importante demostrar quién tiene más larga la sonrisa de hielo. A veces, las derivas son caprichosas e inexplicables. Otras, los elementos juegan en contra y nunca a favor. Pero cuando la desvergüenza maneja el timón, pocos tripulantes pueden salvarse. Por más que nos duela a muchos, hace tiempo que así no se puede. Hace mucho que el buque llegó a su derrota. 

 

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