Que el fútbol está politizado no es ninguna novedad. Lo ha estado siempre. Desde los presidentes que se pasean por los palcos como si fueran prolongaciones naturales de sus despachos, hasta los gobiernos que utilizan los colores de un equipo como termómetro emocional del país. El Bernabéu - con su palco convertido en logia discreta del poder económico - podría escribir una enciclopedia entera de esa relación simbiótica.
La verdadera novedad es otra. Hace años, en una entrevista para la sección ‘Comunica que algo queda’ de Manuel Campo Vidal en Radio Nacional de España, Joan Coscubiela me chutó con precisión una frase que entonces me pareció una exageración metafórica. Hoy me parece una descripción técnica. “La política se ha futbolizado”. No como un chiste, sino como un diagnóstico.
Porque entrar en el Congreso se parece cada vez más a entrar en un estadio. Hay vítores, hay pitos, hay hinchadas perfectamente separadas por colores. Se abuchea al contrincante, haga lo que haga. Y se aplaude al propio equipo aunque haga un disparate. La meritocracia ha sido sustituida por la obediencia tribal. La política en gallinero. La discrepancia convertida en falta peligrosa. La palabra convertida en balón dividido.
El fanatismo futbolístico ha colonizado la política con una facilidad pasmosa. Ese impulso irracional que hace desear que el rival pierda puntos incluso en los entrenamientos se ha instalado en los discursos, en los medios y en las conversaciones de sobremesa. Esos medios, atrapados en ese bucle competitivo, contribuyen a ello. Unos se dedican a encontrar un brillo heroico, incluso en los patinazos más estrepitosos de su lado. Otros, a convertir cada matiz del adversario en un delito metafísico. La autocrítica, ese valor democrático imprescindible, se ha vuelto residual. En cambio, criticar al otro se ha convertido en deporte de masas.
Uno enciende el televisor o sintoniza la radio y tiene dificultades severas para discernir si lo que está presenciando es una tertulia política o El Chiringuito. Es el sentimiento compensatorio del hincha. Si no consigo la victoria, tú tampoco. Si no meto goles, al menos, que no encaje ninguno. En el fútbol es pasión. En democracia, es veneno. Todo sea por el espectáculo.
Sospecho que el principal requisito para afiliarte a un partido político es no reconocer los logros del contrario, aún a sabiendas de que lo merecen o, al menos, es beneficioso para el país.
Incluso la estructura del sistema político recuerda a la liga. Unos cuantos grandes partidos que monopolizan la atención, como clubes históricos cuya sombra tapa a los demás. Y luego los satélites, los aparentemente modestos, que celebran cada aparición mediática como una clasificación europea. Pueden empatar partidos imposibles. Pueden dar la sorpresa y llevarse los puntos del Bernabéu, sí. Cuando llega la hora de levantar títulos, casi siempre ganan los mismos. Cierto. Pero, para ganar la liga, tienes que vencerlos. Ellos, normalmente con menos recursos, pero muchas veces con más agallas - todo hay que decirlo -, rascan algún punto en el momento oportuno, enganchan a los hinchas y te fastidian la temporada. Hasta tal punto que tienen la llave para formar o no gobierno.
Y, eso sí, aun los votantes de esas minorías - como quien es del Rayo, pero tiene simpatía por el Madrid o el Barça - acaban adoptando un “segundo equipo” entre los grandes.
La pregunta, quizá, no sea si el fútbol está politizado - porque lo está desde que existen banderas, himnos y palcos -, si no cuándo decidimos permitir que la política se convierta en una sucesión de derbis sin pausa. Un país no puede gestionarse como un marcador. Un Parlamento no puede ser un estadio. Un adversario no puede ser un enemigo.
Quizá la política habría de recuperar algo que el fútbol, pese a todo, aún conserva en sus mejores momentos. La deportividad inesperada. Ese gesto de ayudar a levantarse al rival, de reconocer que una falta es falta aunque el árbitro mire hacia otro lado. Esa rara categoría de partidos en los que un empate sabe a victoria porque ambos equipos han dado la talla.
La política se ha futbolizado. La democracia, en fuera de juego.



