Se necesitan generaciones para construir un Estado de Derecho firme y robusto, pero solo un día para destruirlo.
Vivimos tiempos alborotados e inciertos y decía san Ignacio de Loyola: “En tiempo de desolación, nunca hacer mudanza”. Yo, sin embargo, os confieso que estoy tratando de hacer una pequeña “mudanza interior”, como modestísima aportación personal para frenar esta locura colectiva que se ha adueñado de nuestro país. Como es lógico, en todo lo que pueda, tendré que seguir el ejemplo de los mejores hombres, no de aquellos que procuraron a la humanidad guerras y catástrofes. Así que me he hecho un decálogo provisional hasta que amaine el temporal y sea posible dialogar sin que te consideren enemigo, un cobarde, un desleal o un vendepatrias.
- Hablar poco. Nada argumentar. Menos discutir. Nunca insultar.
- No adherirme a “soluciones”, solo procurar entender.
- Tratar de no confundir los medios con los fines.
- Contener las emociones y los sentimientos.
- Soportar con entereza que me llamen “buenista” o “tonto útil”.
- Hacer mi trabajo como si todos los problemas dependieran de mí.
- Si se puede, echar una mano al que está al lado.
- Confiar.
- Resistir.
- Defender la alegría.
No deben avergonzarse las personas que tienen buenos sentimientos sino aquellos que jalean el enfrentamiento y airean sus más bajas pasiones. Si les asistiera la razón, en ese momento ya la habrían perdido. Se necesitan generaciones para construir un Estado de Derecho firme y robusto, pero solo un día para destruirlo. Ya se presiente la caída estruendosa. Como tozudas hormigas habrá que ir recogiendo los escombros para volver a empezar, porque la paz y la justicia son el fin y son el camino.
Cómo hemos llegado hasta aquí es la única pregunta que no sabrán responder los supervivientes. Todas las banderas se clavan en una montaña de cadáveres. Pero sólo la resistencia firme y la apuesta por la vida podrán evitar el desastre.
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