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No sé si habrá oído hablar alguna vez de que la campiña de Jerez se extiende allende los mares, cruza el mar Mediterráneo y se asienta en las Islas Baleares. 

No sé si habrá oído hablar alguna vez de que la campiña de Jerez se extiende allende los mares, cruza el mar Mediterráneo y se asienta en las Islas Baleares. Hay una colonia rural que se expande desde Artá a Capdepera, de Canyamel a Cala Ratjada, de Manacor a Cala Millor. Allí y en sus proximidades encontrarán a los que hace más de veinte años se fueron con una mano delante y otra detrás a buscarse las papas cuando sembrarlas aquí no daba más de sí.

Gente trabajadora de El Torno, La Barca, Cuartillos, La Guareña... que viajaron hasta Mallorca y conformaron un nuevo asentamiento jerezano en la isla, una comunidad de vecinos que aun dejando su patria chica detrás nunca dejan de añorarla pese a haber tenido que aprender mallorquín, latín...y algunos hasta alemán.

Recuerdo como primero fueron los padres de algunas compañeras del cole quienes se marcharon buscando un nuevo y mejor porvenir, y una vez establecidos se llevaron consigo más tarde a la familia. Algunos se quedaron para siempre y vuelven cada año de vacaciones, otros volvieron cuando el ladrillo empezó a coger fuerza por estos lares para volver en cuanto las vacas empezaron a flaquear. Otros, los que se fueron por primera vez cuando la crisis económica llegó para quedarse y otros tantos, más jóvenes, quienes vuelven a irse ahora de cara a la temporada alta. Son conocedores de que se busca personal para la hostelería y los hoteles de la zona requieren mucho trabajo: camareros, animadores, camareras de piso. Y hasta hay quienes curran en la construcción.

Hace poco una amiga me contaba cómo el año pasado se le saltaron las lágrimas al ver al final de mes por primera vez en su vida cuatro cifras en su cuenta corriente, tras hacer mil y una camas de 'kelly' en un hotel. ¡Era mil eurista, por primera vez en sus cuarenta y tantos años! Y no porque aquí en nuestra querida tierra no hubiera trabajado, lo había hecho con igual o mayor intensidad, pero jamás le habían reconocido ese trabajo, ni en horas cotizadas ni con un salario acordemente remunerado al esfuerzo invertido. “Allí no hace falta experiencia —me dice otra cuyo cuyo hermano se ha ido hace unos meses— aquí, sin embargo, te piden experiencia porque hay mucha gente”. Qué rabia y qué impotencia.

Ese pueblo vecino que se fue y nunca volvió, que acoge al que llega como si de la familia se tratara, el mismo que le facilita la estancia y le hace sentir como si no hubiera salido de casa. Esa gente, que es de aquí pero hace tiempo que dejó de serlo, que presume con orgullo de su tierra que los parió, es la misma que hoy ve en otros ojos las mismas ansias de futuro que hace años reflejó su mirada.

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