Culocracia, Luis Fonsi y los flamencos hinchables

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Pero bueno, a lo que iba: estamos en plena estación estival, y las olas de calor, por aquello del cambio climático y las granizadas derretidas de los polos, son cada vez más feroces. No nos podemos defender de Trump ni de Luis Fonsi.

Este es un verano raro. Como todos los veranos. Lo notan, ¿a que sí?

El verano tiene su fauna y flora particulares. Nuestra animalidad florece, y hay que ir con la podadora a punto si se pretende huir de la chabacanería. Pero los olores, sabores, y sobre todo los sonidos del verano, tienen un poder de expansión muy poderoso, y no me refiero al rumor de las olas.

Fíjense que una amiga tuiteaba quejumbrosa ayer mismo la triste guasa de llegar a la Alemania profunda para intentar desconectar unas semanas, y llevar Despacito adherido al subconsciente y al consciente, como un insecto exótico que se cuela en el equipaje, siempre en implacable persecución allende los aeropuertos, zumba que te zumba en cada local que se visita, en tiendas y restaurantes.

Y créanme si afirmo que no tenía nada en contra del temita de Luis Fonsi, de verdad que no. Me cae muy bien el muchacho. Incluso me recuerda a un teleñeco, manejado por hilos invisibles. Pero empecé a notar ciertos efectos de la canción en mí, psicológicos y físicos, y ya empecé a cogerle coraje desde los primeros acordes. No es que servidora sea muy guay, y defienda a Pablo Milanés y Javier Ruibal por encima de todas las cosas (que bueno, que vale, que también), pero extraño a Georgie Dann e incluso a David Hasselhoff (menos mal que está en Sharknado, uf).

Los productores saben cuándo lanzan una bomba subliminal de deconstrucción masiva del buen gusto. Y podríamos hablar, si nos ponemos conspiranoicos, de todo un complot mundial musical, para convertir nuestra masa gris en gelatina rosa azucarada, inflamable y manejable. Sí. Porque de lo contrario, no se explica. Y esto daría para otro artículo que ya escribiré si me dejan, sobre Maluma (la letra de Felices los cuatro da para una tesis), o los “bichos horteras” de todas las letras dignas del más profundo desprecio, y por supuesto olvido, de Ozuna o Bad Bunny (así creo que se escribe, no lo sé), a las que mi público querido de Secundaria me ha condenado los últimos días del curso. Nuestros adolescentes (no todos, gracias a los dioses) adoran a estos gurús del machismo más atroz. Un compañero me consolaba, y se consolaba a sí mismo, afirmando que en realidad la mayoría ni siquiera repara en el significado. No sabe qué están escuchando. Aunque no sé si eso es algo que a mí me consuele mucho…

Preocupante.

Va más allá de la música. Y es una invasión la malumez, la identidad tronista, y la culocracia entre muchas de nuestras niñas, da igual su constitución, que prefieren el lucimiento de la nalga completa a insinuar de forma un poquito más elegante. Ay, ese límite entre la libertad y el no tener ni idea de lo que de verdad favorece. Aunque siempre nos quedarán las it girls bustamantinas vacías de turno que se autorretratan cabalgando sus flamencos hinchables, o sus unicornios de viento, en apabullantes piscinas. Influencers. Instagramers. Tonters y gilipollers.

Es que papá, un flamenco hinchable es lo más. Es lo único que quiero en la vida.

Pero bueno, a lo que iba: estamos en plena estación estival, y las olas de calor, por aquello del cambio climático y las granizadas derretidas de los polos, son cada vez más feroces. No nos podemos defender de Trump ni de Luis Fonsi. No podemos. Vamos derechitos a la hecatombe, porque para rematar la tontuna generalizada, y el encarajotamiento global, llega pasito a pasito, suave suavecito, un ingente montón de basura a través de todos los medios. Lo malo es que compartimos la basura, y la hacemos viral (vírica, más bien), mientras unos cuantos, a sus anchas, alimentan sus intereses con nuestras cenizas.

No quiero ser tremendista, ni amargarles a ustedes su tinto de verano en el chiringuito, ni la barbacoa con los vecinos. Pero sepan que en estos días, insisto, las neuronas se convierten en gelatina rosa azucarada. Lo he visto. Por eso conviene, de vez en cuando rociarlas con Tolstoi, Sylvia Plath, Antonio Muñoz Molina, Corín Tellado (incluso Megan Maxwell me valdría, fíjense mi grado de desesperación), o con mucha buena prensa contrastada, oigan. Un puntito justo de sana intelectualidad. Llévense un librito a la playa, aunque termine con pringue de sardina en las solapas.

 

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