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No puedo evitar discutir con esos jóvenes que dicen que no votan porque no creen en la política. Aunque los comprendo. Es difícil creer en unos políticos cuya gestión, y cuyos mangoneos, han llevado al país a una crisis que, como siempre, estamos pagando la clase trabajadora

¡Ay, abuela, cómo pasa el tiempo! Cuarenta años ya desde ese miércoles en el que con tu papeleta en el bolsillo nos dirigíamos al colegio electoral. ¡Cuánta ilusión y cuánto miedo! Ilusión porque, al fin, los tiempos iban a cambiar. Miedo a creer de nuevo y que, de nuevo, todo volara por los aires como "cuando nos reventaron la democracia en el treinta y seis". Y ambas emociones aflorando en todas las conversaciones que manteníais los mayores días antes de las primeras elecciones democráticas tras el golpe de Franco: 

—Madre, hay que votar al Partido Comunista, hay que honrar la memoria de los cinco compañeros de Atocha asesinados por esa maldita Triple A.

El tío, que había sido enlace sindical en Astilleros, llevaba semanas intentando convencerte.

—Pero ¿qué dices, hijo? ¡Tú estás loco! ¿Qué quieres que líe otra vez?

—Que no madre, que ahora es distinto, que ya hay democracia y esto no tiene vuelta atrás.

—Sí como la había cuando el Frente Popular y mira cómo se echaron encima los militares. Piénsatelo, hijo. Como mucho, vota al PSOE, que parece más moderado; y, además, era el partido de tu abuelo, que buenos años de cárcel se pasó por ser socialista.

—Al PSOE, ni hablar, ese Felipe no es de fiar. Mira lo que hizo con el partido en Suresnes. 

Mi tío lo caló incluso antes de saber que existían las puertas giratorias, por las que muchos como Felipe salieron de la utopía y entraron en el mundo de los negocios.

—Entonces, a Tierno Galván, que parece un hombre sensato y juicioso, pero al PCE, no, por favor. Hazlo por mí, que no podría soportar vivir otra vez lo que viví entonces.

La memoria de ese tiempo de pesadilla que sufristeis los vencidos aún seguía planeando sobre ti esa mañana en la que me llevabas de tu mano a participar en algo que yo no entendía muy bien, pero que intuía que era grande y hermoso; algo que te había hecho florecer las esperanzas de nuevo.

¡Cuántos hombres y mujeres que dieron su vida y su libertad para que ese momento llegara nos acompañaban camino de las urnas! Por eso hoy, que parece que la democracia nos ha caído del cielo, no puedo evitar discutir con esos jóvenes que dicen que no votan porque no creen en la política. Aunque los comprendo. Es difícil creer en unos políticos cuya gestión, y cuyos mangoneos, han llevado al país a una crisis que, como siempre, estamos pagando la clase trabajadora. O ilusionarse al oír que la economía vuelve a ir bien cuando la realidad que viven, o ven muy de cerca, es la de un país donde, según un informe de la propia Comisión Europea, los niveles de desigualdad, pobreza y exclusión social son de los más elevados de la UE; donde el 27% de los contratos que se hacen son temporales, y muchos de menos de siete días; donde el paro juvenil es del 40% y la pobreza infantil alcanza a uno de cada tres niños o donde tener un trabajo no es garantía de poder vivir dignamente. Es difícil pedir a los jóvenes, que han vuelto a ser carne de emigración como lo fueron tus hijos en los años sesenta, que apuesten por una democracia donde la corrupción política ha creado metástasis en el cuerpo social y, aunque repugne, lamentablemente, es tolerada por una buena parte de la ciudadanía. 

Pero cada época tiene sus afanes. En la vuestra fue la construcción de una democracia. En la nuestra, su regeneración. Por eso, cuatro décadas después, les toca a las nuevas generaciones pelear por otra democracia. Una democracia donde los gobernantes protejan los intereses de la ciudadanía, no los de los grandes grupos financieros y empresariales; donde el político que meta la mano en las arcas públicas, ya sea en beneficio propio o malgastando el dinero de todos para favorecer a unos pocos, lo pague en las urnas y en los juzgados; donde no se tema pactar con otros grupos políticos, y ceder algo de tu ideario, por el bien de la ciudadanía. Una democracia, al fin, hecha a medida de la gente y no de aquellos cuya ambición no tiene medida. 

Abuela, nos dejasteis lo que pudisteis: una democracia que, aunque no fuera la ideal —no podía serlo con tantas injusticias heredadas del franquismo—, al menos, no era el franquismo. Ahora toca concluir esa transición que se inició el día que, temblando, depositaste tu voto en la urna y, a continuación, le preguntaste al presidente de la mesa si hacía falta un certificado de haber votado para cobrar la pensión. No sé qué te contestó. Lo único que sé es que, a la salida, tu mano agarró la mía con mucha más firmeza que antes; como si se te hubiera pasado el miedo de pronto. Como si, por el simple hecho de votar, hubieras inaugurado el futuro. Un futuro que ya pertenece a tus biznietos y les toca habitar a ellos. Cuarenta años y muchas decepciones después.

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