Captura de pantalla 2018-07-08 a las 19.16.47
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No es la primera vez, ni seguramente será la última, que escribo para hablar de temas de infancia y ciudad, de niños, espacio público y juegos. De hecho me estrené en este periódico con un artículo, en el que precisamente escribía de lo peligrosos que resultan los niños jugando en la calle y la necesidad de volver la mirada hacia a ellos contemplando el modelo de ciudad que estaba imponiéndose. Es posible que sí, que sea la vez que vaya a abordar el tema desde una posición más personal, aunque todos los artículos de opinión tienen mucho de personal, en tanto me toca hacer de cronista de una situación de la que he venido siendo testigo en estos días. Esto podría ser casi una carta al director que me atrevo a dejar por aquí por si a alguien le interesa.

La plaza del Progreso. No puede tener un nombre más bonito. Una plaza pequeña pero con mucha historia, situada intramuros, en la zona de la antigua judería, antes de ser plaza fue hospital y convento. El derribo del convento con la Revolución Gloriosa propició la aparición de un espacio que tras un tiempo de abandono acabó por ajardinarse a finales del siglo XIX. Fue ya en los 90 del siglo XX cuando se la dotó del equipamiento propio de un parque infantil urbano que se convirtió en el único existente en su zona. Que se recuperara ese espacio público para llenarlo de niños jugando me parece progresar adecuadamente. Desde entonces el parque de Progreso se ha convertido en un referente para las familias con niños, desgraciadamente por la falta en el centro de más plazas-parques en los que dar cabida a los niños y sus juegos. Me alegra que últimamente se haya apostado por recuperar otros espacios, como la plaza de las Angustias o la plaza Belén, y sólo deseo que los niños jugando en estas plazas sea una realidad.

Dice el urbanista Jan Gehl que los niños jugando en la calle son un buen indicador de la calidad de la vida comunitaria en la ciudad, como la presencia de mariposas volando es indicadora de la calidad del aire. Llevo viendo a niños jugando en Progreso cada día desde hace casi siete años porque tengo el privilegio de trabajar ahí, a pie de plaza. En estos tiempos raros donde el déficit de juego en los niños está revelándose como un problema real, tener a niños cada día gritando en el parque, dando patadas a un balón o jugando a poli y ladro no sólo no me molesta, me reconcilia con el mundo. Y vaya por delante que sufro algunos balonazos, algún dibujo con tiza en la pared y alguna que otra molestia que mientras discurran dentro del respeto y la normal convivencia no dejo de encajar como algo solucionable y propio de los lances del juego.

La plaza del Progreso es un lugar de encuentro. Donde juegan los niños que viven cerca para los que la plaza es su territorio de juego natural, donde también juegan los niños que están de paso (turistas incluidos), donde puedes ver padres, tíos, abuelos, amigos, niños de 2, 5 y hasta 14 años. Un milagro. Donde las normas de convivencia las impone el sentido común y los conflictos se resuelven hablando y jugando. No puedo poner la mano en el fuego por todos y cada uno de los niños que pasan por la plaza ni por sus padres, pero si conozco a los habituales (¡casi 7 años viéndolos crecer entre juegos!) Niños buenos, respetuosos en sus juegos, que rectifican si meten la pata, con los que se puede hablar, que escuchan, que cuando algo es razonable lo entienden y se adaptan. El problema está en la falta de lógica de algunas cosas que se les quieren imponer como razonables.

Hace una semana la policía local se presentó en la plaza del Progreso para prohibir a algunos de estos niños jugar a la pelota. Una llamada de teléfono con la consiguiente queja por las molestias que estaba causando el juego fue el detonante. La que escribe es una persona bastante conciliadora, tranquila y respetuosa con las normas. Pero cuando las cosas están fuera de toda lógica me enciendo como la que más y no entiendo que en vez de velar por una convivencia tranquila se opte por formas que crispan el ambiente cuando además hay niños por medio. ¿Es normal que tenga que venir la policía a hablar con los niños? ¿Es normal que no se les deje jugar estando en una plaza-parque? ¿Este es el camino? Hay tantas formas de solucionar conflictos que no entiendo como se ha recurrido a la más drástica y de más impacto negativo en los niños, cuando además no estaban haciendo nada ofensivo. Muy feo.

Lo que ha venido después ha sido niños que no querían volver al parque por si venía la policía o alguien les reñía por jugar, niños que por un día han cambiado la pelota por jugar al fútbol dentro de una pantalla y charlas, muchas charlas para animarlos a seguir jugando como hasta ahora, desde el respeto, desde el saber ponerse en el lugar del otro. Para nosotros ha sido una semana de aprendizaje en la que hemos visto lo mejor y lo peor de esos adultos que conservan el niño que fueron y los que lo perdieron en el camino.

No sé qué ampara esas prohibiciones de jugar en los parques pero sé que los niños están amparados por su derecho a jugar y por los adultos que les acompañamos en el camino inculcándoles el respeto que a veces a ellos no se les tiene. No pierdo de vista que ellos tienen que ser respetuosos en sus juegos porque, de la misma forma que reclamamos el espacio público para ellos, este espacio público es de todos.

Leía el otro día que una ciudad jugable implica repensar el modelo urbano y eso supone una intervención urbanística (desde aquí hago llamamiento a quien corresponda) pero también social. Importan los espacios pero también la gente. Encontrar “fórmulas concretas y diversas para que las personas –todas, y empezando por las pequeñas– hagan más actividad lúdica al aire libre, así como reforzar los vínculos y las prácticas de convivencia comunitaria que se da alrededor del juego”. Esto ha fallado esta semana en Progreso. Porque además no olvidemos que el parque y los niños fueron antes y todos los demás llegamos después, y son ese parque y los juegos infantiles los que vertebran la vida en la plaza.

El grado de tolerancia-intolerancia que algunos ciudadanos desarrollamos frente a aspectos que afectan directamente al modelo de ciudad que queremos marca la convivencia. Una convivencia sustentada sobre un delicado equilibrio en el que la empatía hacia el otro es determinante. Un ejemplo concreto. Me asombra la flexibilidad frente a determinadas formas de ocupación del espacio público y la falta de flexibilidad frente a otras como el juego en la calle. No nos molesta ir sorteando mesas colocadas donde no deben pero somos incapaces de sortear un balón de unos niños que juegan. Y lo digo por mí misma, que ante la ocupación extensiva del espacio público por terrazas siempre pienso en que detrás de eso hay una persona que está luchando por su negocio en tiempos difíciles. ¿Cómo no me va a salir dejar a los niños jugar al balón en tiempos en los que esos niños están en peligro de extinción?

El juego crea comunidades felices, inclusivas y saludables. No lo utilicemos para dinamitar la convivencia. La convivencia crece con los gestos, como cuando un niño que tres días atrás tuvo que parar de jugar porque se lo dijo un policía, se te acerca y te dice “gracias por apoyarnos”.

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