La cruel verdad: no es brecha digital, es exclusión social

La brecha digital no se mide solo en datos, sino en angustia, abandono y exclusión cotidiana

29 de agosto de 2025 a las 13:49h
Una persona mayor en su casa recibiendo consejos de Teleasistencia.
Una persona mayor en su casa recibiendo consejos de Teleasistencia.

El otro día, en una papelería de barrio, escuché a un hombre mayor pedir ayuda para imprimir un papel. No era cualquier papel: era el formulario que le exigía su compañía eléctrica para actualizar su domicilio. Llevaba semanas intentándolo. Había ido en persona, había llamado por teléfono, incluso había intentado enviarlo por correo electrónico, pero cada intento lo frustraba más que el anterior. No entendía cómo escanear, cómo adjuntar un archivo, ni siquiera a qué dirección debía enviarlo. Al final, había recurrido a la librera, pidiéndole que hablara con la empresa por él, porque ya no sabía qué más hacer. Pero lo que más dolía no era la gestión pendiente, sino la expresión en su rostro: una mezcla de impotencia y resignación, como si ya no fuera parte del sistema.

No fue una escena excepcional. Pasa todos los días. Y si no te pasa a ti, pasa cerca: a tu madre, a tu abuelo, a esa vecina que te para en el portal para pedirte ayuda con el móvil. La brecha digital no es un concepto abstracto. Es una línea invisible que, en lugar de dividir por clases sociales, divide por edad, por nivel de confianza, por alfabetización digital. Y el problema no es solo que exista la tecnología: es que hemos decidido imponerla como único camino.

España avanza en digitalización a pasos agigantados. Lo dicen los datos: cada vez más personas mayores usan Internet, muchas tienen móvil, hacen videollamadas, incluso manejan apps. Pero usar no es dominar. Y dominar no es sentirse seguro. El 59 % de las personas entre 65 y 74 años tiene habilidades digitales limitadas. Entre los mayores de 75, más de la mitad ni siquiera entra a Internet. No porque no quieran —aunque a veces sí—, sino porque no pueden. Porque nadie les enseñó, porque no entienden el lenguaje, porque tienen miedo de equivocarse. Y cuando lo intentan, lo que encuentran son pantallas, formularios, y contestadores que dicen “repita su número de DNI” pero nunca entienden la voz temblorosa del otro lado.

A veces me pregunto cuándo dejamos de pensar que lo humano debía estar primero. ¿En qué momento convertimos lo digital en una trampa? Nos lo vendieron como comodidad, eficiencia, modernidad. Pero para muchos no es nada de eso. Es una puerta cerrada.

Un estudio reciente del CIS revela que casi la mitad de los mayores de 65 años han tenido problemas para hacer gestiones con empresas de luz, teléfono o seguros. Algunos lo intentan y lo logran. Pero otros se rinden porque no hay nadie que les explique sin prisa, sin condescendencia, sin obligarlos a ver un tutorial en YouTube.

Cuando mi abuela iba a la Caja de Ahorros a cobrar la pensión se ponía su mejor batita. Iba con respeto, con cierta solemnidad. Porque hacer gestiones era también una forma de estar presentes en la vida adulta, de seguir siendo parte de todo. Hoy, a muchos mayores se les dice que no hace falta que vayan, que lo hagan por Internet. Pero lo que escuchan, en realidad, es: “Tú ya no puedes. Ya no sabes. Estás fuera”.

Y no debería ser así.

No estamos hablando de caprichos. Estamos hablando de derechos. De personas que han trabajado toda su vida, que han pagado impuestos, que han criado familias y ahora se ven obligadas a pedir ayuda para imprimir un papel o activar una clave. ¿Qué clase de sociedad somos si aplaudimos la digitalización, pero dejamos atrás a quienes no la entienden?

Claro que hay iniciativas valiosas. Fundaciones, ayuntamientos, programas de formación, redes sociales adaptadas. Pero son parches en una estructura que, de base, sigue diseñada para los que saben. No basta con acceso a Internet: hay que garantizar comprensión, acompañamiento, opciones. No todo puede ser una app. No todo puede resolverse con un clic. Y no todo el mundo tiene un nieto cerca que le diga “yo te lo hago, abuelo”.

Es necesario recuperar la atención presencial, diseñar portales amables, dar tiempo y espacio para aprender. Y sobre todo, dejar de tratar a los mayores como si fueran niños torpes. Porque no lo son. Son adultos que han vivido guerras, transiciones, crianzas y duelos. Solo que ahora el mundo va demasiado rápido. Y eso no les hace menos valiosos. Nos debería hacer a nosotros más responsables.

Ojalá algún día no tengamos que escribir artículos como este. Ojalá podamos contar que ese hombre de la papelería pudo hacer su trámite sin angustia, sin vergüenza, sin depender de nadie. Que tuvo una ventanilla abierta, una voz amable, una opción no digital. Que no se sintió fuera. Porque el progreso no se mide por cuántas webs creamos, sino por cuánta gente dejamos fuera al crearlas.

La brecha digital no es solo tecnológica. Es emocional. Es institucional. Es una forma de olvido. Y contra eso, no sirve el Wi-Fi: hace falta voluntad. Y humanidad.

Lo más leído