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A veces me da por soñar. Otras por recordar. Esa diferencia es significativa. La que existe entre soñar y recordar.

A veces me da por soñar. Otras por recordar. Esa diferencia es significativa. La que existe entre soñar y recordar. Para soñar basta con cerrar o abrir los ojos. Pero para recordar hay que sentarse, situar el puño sobre la barbilla, apoyar el codo sobre uno de los pies y después atrapar el instante en que el pensamiento se va o viene, inicia su trámite o se regresa, vive o muere.  Recordar a los ausentes que pueden estar algún día presentes en cuanto regreso. O recordar a los ausentes definitivos, esos que definitivamente no están porque en algún momento tomaron la decisión de irse o alguien la tomó por ellos.

Esto último es lo que no me queda bien claro. Nada claro. En absoluto. Este recuerdo es como un enjambre de avispas que me persigue mientras trato de delimitar la naturaleza de ese instante. Si es que irse del todo es cuestión de uno o es una decisión que alguien toma por nosotros. Si es que en algún momento nuestra cabeza se agota cuando estamos bien o en alguna parte una mano certera le da al botón de la máquina tragaperras y sale la combinación para que nos vayamos muriendo.

Nadie ha venido para contármelo. Ni siquiera un fantasma con ganas de joder o de aclarármelo. Todo porque esta mañana me dio por recordar más que por soñar.

Cuando sueño, el recuerdo es más imperfecto y guarda mayor similitud con el deseo que con la realidad. Cuando recuerdo es porque el producto resultante se asemeja más a una cuestión real que puedo tocar con mis dedos, escuchar con mis oídos, ver con mis ojos, oler con la nariz o saborear con el paladar, es decir, transformarlo en percepción, una de las posibles formas del conocimiento.

Puede que después tome el recuerdo con el lenguaje y me haya dado por leer unas cuantas líneas de Emile Cioran, o reflejado en las últimas palabras de Horacio Vázquez Rial, o compartido con mis alumnos eso de qué nos parece que en el pasado existiera la creencia de que los dioses manejaban los entresijos de nuestro destino. A unos les parece bien. A la mayor parte mal. Una alumna muy inteligente y avispada alude a que, de dejarnos a nosotros un estrecho margen de libertad, tenemos esa capacidad para distinguir entre el bien y el mal, entre venir de una forma u otra o irnos del mismo modo que decidimos poner un pie en tierra.

Incluso para cerciorarme de que mis sentidos no me engañan o que lo que me cuentan o leo está provisto de una objetividad asombrosa, es decir, que es tan claro como el agua, entonces procuro ser un poco más frío, razonable y lógico. Aunque que no me va del todo, porque lejos de ser razonable los sentimientos son como poderosos engranajes que chirrían y están presentes ahí, metiendo ruido, como en una sala de máquinas, terciando con la razón en eso de dar forma y lugar definitivos a mi recuerdo.

Son pues los sentimientos, en última instancia, los que me socorren y sacan de este proceso enrevesado que consiste en discernir acerca de determinados recuerdos que ponen los pelos de punta, porque soy consciente de que algún día he de irme aunque malquiera o simplemente no quiera.

Estoy plenamente consciente y es algo que ya no obvio y prefiero tratar directamente. Algo que es de tú a tú. De la soledad con la otra soledad que ha de venir encima. La soledad de uno mismo, como la de Antonio Machado, quien decía que dialogaba con la soledad que llevaba dentro, con el otro que no sabemos ni quién ni dónde pero que la naturaleza es muy sabia en revelarnos parte de la lógica. Parte de la ciencia. Parte del paisaje. Parte del recuerdo. Parte de la endiablada naturaleza del azar y de la vida. Parte de las noches en que nos regocijamos con nuestra amante y parte de los días en que trabajamos harto y duro para que nuestro corazón se sienta satisfecho con la convivencia, con las armas de la educación, y se nos queda el alma henchida como una vela porque veo en mis niños, en mis jóvenes generaciones a pie de pupitre, cómo unos sonríen y agradecen que les compartas quién fueron Edgar Allan Poe, o cómo la Escuela Norteamericana criticó el escaso realismo de Agatha Christie y llenó la novela negra de furibundos barrios, mafiosos con sombrero, pistolas que disparan balas y oscuras esquinas donde reina el suspense.

La parte más hermosa de los días es esa, en que una sonrisa multiplicada por otra repercute generosamente en la cuantía de los recuerdos que bullen en mi cabeza cuando estoy solo, aunque no solo en mi soledad, sino también en las adversidades que otras personas malogradas son capaces de incluir en el día a día, en el trasiego del pizarrón, en la ida y venida del resaltador, en las rúbricas o en un video donde un alma brillante y lúcida nos muestra cómo un frío Moncayo influyó en el corazón de Bécquer o los áridos páramos andinos dejaron una huella imprevisible en los versos de Jorge Enrique Adoum. Personas que pretenden incluir lo adverso, producto de su propia frustración,  porque ellas no son capaces de llegar con su jerarquía donde otros sí lo hacen con su corazón hambriento.

¡Qué ley tan hermosa esa la del sol cuyos rayos llegan a posarse sobre un crepúsculo sin mayor esfuerzo que la de ser sol! Qué ley tan bella para quienes creemos que así debe ser la suerte. Pero qué ley tan terrible debe ser para quien por obra del poder, de la influencia, del maniqueísmo, de la maleta con doble fondo, de la sonrisa interpuesta, de la figuración, de la imagen o de la prebenda, de la jodienda o dejarte sin aliento, no consigue llegar con sus rayos ni a la primera espiga de trigo.

Qué terrible ha de ser porque comprendo su dolor y me pongo en su lugar, pero no en su frustración. Al corazón debe enseñársele a ser esforzado, a engancharse a la acción, a pensar en que si le pone una enorme diástole, lo que imperará será la sonrisa del alumno y no el garrote vil de las apariencias.

Es como una versión minimalista de las llamadas justicia y equidad sociales. Eso que grandilocuentemente muchos políticos pregonan a grito pelado mientras que por detrás se guardan un martillo para darte en la cabeza y sigas tan tonto como de costumbre. Una justicia en miniatura. Una justicia tal vez más débil en visibilidad, pero más efectiva en la intrahistoria de cada uno de nosotros para que por una vez entre cientos, al justo le toque algo de buen azar y al impostor un poco de su propia impostura.

En esto creo que mis recuerdos entienden que alguna mano invisible debe haber para poner todo en su justo equilibrio. Para que el que siembre vientos recoja tempestades. Para que quien críe cuervos luego éstos le saquen los ojos. Para que habiéndome referido a estas cuestiones también haya pasado por la misma tesitura en algunas ocasiones y me haya tocado meter las tempestades en una saca, dar de comer a los cuervos y practicar el arte poco usual de aprender de los errores.

Sobre ello se revelan mis recuerdos más frágiles pero también mis momentos más extraordinarios. Recuerdos que ya no se avienen cuando estoy solo y me pongo a pensar como sí fuera el único objeto de la vida. Recuerdos que me instruyen y delimitan la respuesta que puedo dar a cualquier pregunta que me hago o que me hacen. Preguntas que me hacen precisamente los más jóvenes.

Jóvenes en los que, si hay una reciprocidad además de la relación con el profesor, entonces siento que el recuerdo se transforma en una oportunidad única de conversación, de arado, de cosecha, de retroalimentación, de momento sin avasallajes ni interesados que se asoman por la puerta para ver si tiendes demasiado la mano y así se pierden el privilegio de escuchar a alguien que dice que su tatarabuelo fue Juan Montalvo o que se vino hace unos meses de España y que allí la cosa está tan mal que a ambos nos da cierta tristeza, porque él creció un poco allí y yo, definitivamente nací allí, aunque parte de esa amargura se nos dispersa en cuanto no solo él y yo, sino todos los que conocen y los que no, sienten la fuerza de una loma, de un crepúsculo, de un castillo o de las bóvedas de un monasterio que son como una locura para los corazones que están creciendo aceleradamente y absorben cada gota de conocimiento de una forma envidiable.

Quién no va a querer quedarse con esos recuerdos. Con los de ayer y los de hoy. Quién no regresa tranquilo a su casa, se sienta y entonces piensa y pierde el tiempo escribiendo y ve por la ventana cómo el sol se cae como la aguja de un reloj a partir de las seis de la tarde. Quién no va a querer olvidarse de lo mal como el picador que quiere darte un buen puyazo encima de la espalda, justo debajo de las carnes del cuello. Quién no va a reírse del banderillero que está enfrente tuyo a ver si le miras y también definitivamente le dices que vaya a clavarle las banderillas a otro lugar donde le plazca. Quién no va a creer que es mejor traerse un par de mariachis que expliquen las artes de una ranchera y lo seductoras que son las mujeres de la Guadalajara mexicana, que planificar con pelos y señales un currículum entero.

En esos me hallo, entre otros recuerdos, cuando creo que apenas tengo nada que contar, cuando me invento a un personaje cualquiera para decir a través de él lo que pienso o aquello que ni siquiera pienso, cuando toman la palabra un loro o un perro o un crisantemo o la llanta de un carro y se dedican a contar sandeces, perogrulladas o hechos relevantes o verdades como una catedral.

Pero hoy hablé yo. Habló el hombre que llevo conmigo dentro. Se refirió el espíritu que algunas veces dicen que no saluda pero que es así y no ve la necesidad de cambiar demasiado porque el que tengo delante y sonríe me basta para ser así.

Hoy habló el que es y no el que no es, contraviniendo esa obligación legal que consiste en ser cínico y políticamente correcto por decirlo de una forma educada, ya que si tengo que ser más preciso digo que hoy habló el que siente y no el que no siente, en contra de lo que está generalizado en muchísimos sistemas sociales, como es ser un absoluto gilipollas.

Así proseguiría. Por la aparentemente delgada línea de los recuerdos pero gruesa maroma de los pensamientos. Pensar que pensé en empezar por las ausencias, por las dobleces de la muerte, por la distancia de los seres queridos, por las ganas de querer situar en la imagen la sonrisa de mi madre o lo campechano de mi padre, la una mirando a la cámara desde un retículo de la antigua era o el otro sentado con ese porte aragonés que heredó de siempre.

Qué me van a contar. Qué las líneas son muy largas y que muy pocos leen pero que esos pocos que llegan hasta el límite de la conclusión han de exhalar un suspiro porque estas palabras les habrá llegado tan hondo que jamás han de olvidar lo que han leído. Que esos pocos que suspiran serán suficientes para el corazón esté tan henchido como cuando me preguntan y usted profesor por qué se vino. Será porque soy feliz aunque a veces nostálgico. Será porque mi abuela duerme con los pies estirados desde hace unos pocos años en la oscuridad de su tumba. Será porque algún lector agradece que quien escriba sea sincero y la experiencia leída le llegue al tuétano, no por una cuestión de arrogancia sino por el simple hecho de leer las entrañas, de sentir el golpe oportuno de un almendro brotando en pleno abril, de compartir el esencial hecho mortal de nuestro destino e incluso acompañar el sentimiento presente no solo aquí, sino en los recuerdos a los que me refiero.

Así que hoy escribí para largo, en primera persona, tan desnudo como la madre que me parió y de la que me siento tan orgulloso, con las cicatrices que cada día me marca la docencia pero también con este torrente que me corre por dentro y que no sé quién coño ni cuando ni cómo me lo puso ahí pero que de alguna forma ha tejido lo que soy y siento.

Quito, a 31 de octubre de 2012.

El original fue escrito hace cuatro años. En vigilia, como quien dice. En una fecha en la que unos y otros nos enzarzamos, a favor o en contra, en sutil conveniencia o en disfrazado trámite, sobre la noche de los difuntos. Aunque Salvador Elizondo dijera que no hay peor disfraz que el de uno mismo, debía ser particularmente yo el que escribiera la crónica aquella tarde, comenzando por la diferencia entre soñar y recordar. Después vendría la cuestión de sopesar las ausencias, enfrentarse contra la futura ausencia de mí mismo, y navegar por los recuerdos de mi periplo como profesor de Lengua y Literatura con los adolescentes, tan vivos a veces como inmanejables otras veces, pero en todo caso fiel reflejo de nuestro esfuerzo.

Una reflexión particular sobre la vida, sobre la cual realice una nueva lectura, adapté el ritmo con otros puntos y comas, omití las incorrecciones, y que quedé con cara de pasmado. ¿Esto escribí yo hace cuatro años? Pues sí. Parecía un sueño. Pero al recordarlo, resulta que fue verdad.

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