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El concepto de generosidad guarda mayor relación con lo cercano, con la aparatosidad de la tormenta, con mi gente, con mis regresos...

Ser generoso. Sería un buen titular. Toda una declaración de intenciones con la que convencer a un público cada vez más crédulo.

¿Somos generosos? Depende de por dónde se mire. Lo somos más con el desprecio que con los aprecios. Ser generoso con los desprecios requiere un esfuerzo menor. Además, desquitarse con fuerza y verborrea de lo que nos molesta resulta mucho más atractivo. Nos deja con tremendo aire de satisfacción y cierto sentimiento de superioridad. Máxime en las redes sociales, donde tener la última palabra y sembrar el odio suelen ir de la mano en lo que se refiere a temas de candente actualidad.

Conviene recordar que, en estos momentos, viven y vivimos en un país “de pandereta”. Nos hemos cansado de escuchar esta expresión, cuya lectura me lleva a imaginar un circo en cuya arena una docena de payasos divierten a la opinión pública con un buen número de distracciones, para así aplacar sus quejas y distraer la atención de los grandes problemas. De esa forma los payasos pueden seguir haciendo de las suyas, sin que el populacho ignorante y abstraído haga nada al respecto.

¿Qué sentido tiene referirse a la generosidad en este contexto? Parece que poco. De por sí, están devorando las humanidades y reduciéndolas a la mínima expresión, como si el intelecto solo consistiera en obedecer como borregos y limitarse a mover el remo de las galeras, como en aquellos tiempos de Miguel de Cervantes en que los galeotes estaban condenados a vivir encadenados al navío y su destino íntimamente unido a la esclavitud marítima.

Si en los anales de la filosofía, los entendidos encontrarán verdaderas vetas de conocimiento sobre la generosidad. No son pocos los académicos, profesionales y gente de a pie que se habrán interesado por el origen y evolución de tan noble virtud. Generosidad comprendida como sinónimo de caridad, altruismo, prodigalidad, heroísmo, solidaridad o compasión por el semejante, todos los términos mencionados comparten el mismo o similar campo semántico en nuestras cabezas.

Recuerdo algunas referencias a la generosidad o sus rincones por pensadores como Epícteto, Marco Aurelio, Nietzsche o Descartes, por citar algunos ejemplos distantes en los ámbitos de mi conocimiento.

Cada quién sabrá referirse a ellos mucho mejor que yo, porque el concepto de generosidad que esta noche navega por los aposentos de mi cabeza guarda mayor relación con lo cercano, con la aparatosidad de la tormenta, con mi gente, con mis regresos, con el incendio de Doñana, con el humo que invade las entrañas de Moguer y los lamentos del poeta Caballero Bonald al sentir arder un pedazo de su alma.

Así que, sin perjuicio de sentirme profundamente triste por algunos acontecimientos, deseaba reservarme un breve instante, uno de esos en que detienes la llama de una vela con el pestañeo del ojo, para traerme la generosidad a un terreno más íntimo: el de sorprenderse.

Si bien es cierto que en nuestra sociedad predomina cierto hálito de insolidaridad e individualismo, hay veces como esta noche en que me sorprendo con la inundación de generosidad y afecto concurrentes en un solo instante, así sea entre espíritus distantes geográficamente.

También he afirmado que padecer de sensibilidad es más un defecto que una virtud, porque a tal fuente inagotable no le corresponde un mundo proporcionalmente bueno. El hombre es como una vieja arpía. O también como el caballo de Atila. O como Cronos que devora a sus propios hijos. O como acontecía a Thomas Hobbes, que popularizó eso de que el hombre es un lobo para el hombre.

Pero como decía, hay días o noches o ligeras intermitencias en que aun sabiendo de memoria mi vida, sucede algo en contraposición y me sorprendo. En idéntica sintaxis a lo afirmado por Mario Benedetti cuando creía que estaba volviendo:

vuelvo / quiero creer que estoy volviendo
con mi peor y mi mejor historia
conozco este camino de memoria
pero igual me sorprendo

Ciertamente cada quién tiene su peor y mejor historia dentro de sí mismo; y, en función de parte de ese resultado nos comportamos a posteriori, sin que nos predetermine totalmente. Según tal presunta regla de tres: si nos va bien pecaremos de cierto optimismo; y, si nos han dado más palos que a un burro terco, deberemos sentirnos cansados de vivir.

Ahora bien, tenemos el libre derecho de transgredir esa operación matemática, convenciéndonos de que no todo es tan estrecho. Es más: estamos obligados a contradecirnos, así sea por una situación imprevista o ante una persona que nos pone patas arriba toda esa azotea preconcebida.

Sorpréndanse, que es bueno.

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