El supuesto resurgir de la espiritualidad religiosa no es solo un hijo natural del pensamiento y la ideología conservadora, sino que también la izquierda ha construido una narrativa que ha permitido su deslizamiento con gran velocidad y sin apenas rozamiento ni resistencia. Un ejemplo de esta apertura transversal al idealismo espiritualista es el caso de la presencia de este discurso en las ciencias de la salud. En los últimos años, términos como espiritualidad o necesidades espirituales han adquirido una presencia creciente en el lenguaje de la medicina y la enfermería. Aparecen en artículos científicos, protocolos clínicos y documentos de bioética con una naturalidad que, a primera vista, parece responder a una mayor sensibilidad hacia el sufrimiento integral de los pacientes. Sin embargo, este giro plantea un problema de fondo que no es clínico, sino epistemológico y político, ¿qué significa exactamente introducir la espiritualidad en el lenguaje de las ciencias de la salud y qué consecuencias tiene hacerlo sin un análisis crítico riguroso?
Diversos autores han mostrado que la expresión “necesidades espirituales” constituye un caso paradigmático de confusión conceptual. En el ámbito científico, los conceptos operan como herramientas de clasificación, medición o comparación y están anclados en referencias empíricas claras. El término espiritual, en cambio, no designa ninguna clase natural reconocible por la ontología científica, ni posee criterios de identificación o medición compatibles con el método científico. Su uso introduce, de forma implícita, una carga ontológica ajena al lenguaje de la ciencia, abriendo la puerta a lo que algunos autores denominan un fraude epistémico, la legitimación indirecta de entidades o dimensiones no científicas mediante el prestigio del discurso biomédico.
Lo relevante aquí no es negar que los pacientes tengan creencias religiosas, mágicas o espirituales, ni que estas influyan en su experiencia emocional de la enfermedad. Eso es un hecho empírico bien documentado. El problema surge cuando una demanda emocional o psicológica legítima se transforma conceptualmente en una “necesidad espiritual”, como si existiera una dimensión inmaterial específica que requiriera atención clínica propia. En su formulación fuerte, esta idea es incompatible con el lenguaje científico, en su formulación débil, resulta redundante y equívoca, ya que lo que describe puede abordarse adecuadamente con categorías psicológicas y emocionales ya disponibles.
Este deslizamiento no es inocente. Tiene raíces profundas en una larga historia de convivencia entre medicina, religión y pensamiento mágico. Durante siglos, la práctica médica no fue ciencia, sino arte, técnica y creencia. La separación entre medicina científica y cosmovisiones religiosas es, en términos históricos, muy reciente. En ese contexto, cualquier ambigüedad semántica actúa como una grieta por la que se cuelan viejas ontologías que nunca desaparecieron del todo. La reaparición de la espiritualidad en la clínica puede entenderse así como un síntoma de esa fragilidad epistémica, especialmente visible en situaciones límite como el dolor, la enfermedad grave o la muerte.
Hay muchos casos documentados de remisiones espontáneas, incluso de procesos oncológicos. Esto es lo que en medicina se denomina etiología idiopática, es decir, una causa desconocida. Pero, curiosamente, no existe ninguna documentación de remisiones de amputaciones, órganos perdidos o miembros seccionados. Y cabe señalar que, si se postula una fuerza causal tan potente como para atribuirle incluso la causalidad del Big Bang, no parecería haber grandes obstáculos para que actuara también en esos casos.
Aquí resulta útil la metáfora del “cristalero golfo”, desarrollada en otros textos. El mecanismo es sencillo, primero se crea un problema artificial, la supuesta carencia de sentido último, totalidad o consuelo que la ciencia no puede ofrecer, y después se presenta una solución externa, generalmente espiritual o pseudocientífica, que promete cerrar aquello que se ha definido previamente como abierto. En el ámbito sanitario, este truco opera cuando se acusa a la medicina científica de ser fría, incompleta o deshumanizada por no atender “lo espiritual”, y acto seguido se propone introducir prácticas, lenguajes o figuras religiosas como remedio.
Lo paradójico es que esta dinámica no procede únicamente de sectores conservadores. Parte de la izquierda cultural y académica ha contribuido a ella al adoptar discursos posmodernos que relativizan la racionalidad científica, presentándola como un producto histórico más, vinculado al poder, al colonialismo o al capitalismo. En esa crítica, legítima en algunos aspectos, se ha cometido a menudo un error grave, confundir la crítica a la metafísica del progreso o de la verdad absoluta con una deslegitimación del método científico como tal. El resultado ha sido tirar al niño con el agua sucia, debilitando la defensa de la ciencia frente a discursos mágicos o espiritualistas.
Este contexto explica por qué las ciencias de la salud se han convertido en un terreno especialmente vulnerable. La enfermería y la medicina trabajan con el sufrimiento humano en su forma más cruda, lo que genera una presión constante por ofrecer algo más que tratamientos técnicos. Pero responder a esa presión introduciendo conceptos ontológicamente confusos no humaniza la práctica clínica, la desorienta. Respetar la autonomía del paciente implica permitir rituales, símbolos o acompañamiento religioso si así lo desea, pero eso no exige ni justifica convertir esas prácticas en categorías científicas.
Desde una perspectiva filosófica, esta crítica se alinea con aportaciones clave del pensamiento contemporáneo. Thomas Kuhn mostró que la ciencia no progresa acumulando verdades finales, sino reorganizando marcos de inteligibilidad. W.O. Quine demostró en la ontología científica no caben las clases naturales exigirle respuestas últimas sobre el sentido o el todo es desconocer su funcionamiento real. Michel Foucault analizó cómo ciertas preguntas absolutas operan como dispositivos de poder más que como necesidades del conocimiento. Gilbert Simondon criticó la ilusión de las totalidades cerradas, defendiendo una visión de la realidad como proceso de individuación siempre abierto. James Ladyman insistió en que la ciencia describe estructuras de lo real, no esencias metafísicas definitivas.
Aplicado a la medicina, esto implica aceptar que el conocimiento clínico es necesariamente situado, provisional y estructuralmente abierto. Pretender cerrarlo mediante la introducción de una dimensión espiritual no solo es epistemológicamente ilegítimo, sino éticamente peligroso. En un momento histórico marcado por el auge de la pseudociencia, el negacionismo sanitario y las terapias alternativas sin base empírica, cualquier concesión semántica puede tener efectos sociales amplificados.
La bioética pública, entendida como una ética laica y racional al servicio de sociedades democráticas, también se ve afectada. Cuando se confunde ética con moral religiosa, o se legitiman conceptos espirituales en nombre del cuidado, se socavan los criterios racionales que permiten deliberar colectivamente sobre derechos, deberes y políticas sanitarias. Casos como la eutanasia, la interrupción voluntaria del embarazo o la gestión de pandemias muestran hasta qué punto estas confusiones pueden traducirse en daños reales a la ciudadanía.
La alternativa no es deshumanizar la medicina, sino todo lo contrario, reforzar su base científica y ética mediante una higiene conceptual estricta. Sustituir expresiones como “necesidades espirituales” por “necesidades psicológicas o emocionales” no elimina la atención al sufrimiento del paciente, sino que la sitúa en un marco claro, comunicable y evaluable. Como recuerda la lingüística cognitiva, las palabras no son neutras, estructuran la forma en que pensamos y actuamos. Mantener la claridad del lenguaje científico es, por tanto, una forma de proteger tanto a la ciencia como a los pacientes.
El debate sobre la espiritualidad en la medicina no es un asunto menor ni una simple cuestión terminológica. Es un síntoma de tensiones más profundas entre ciencia, metafísica y política. Pensar el cuidado sin recurrir a totalidades cerradas ni consuelos ontológicos es una tarea exigente, pero necesaria. Solo así se evita que el cristalero vuelva a romper los cristales, esta vez en nombre de la compasión, para luego vender soluciones que la ciencia nunca prometió ofrecer.
