Un corazón como el nuestro

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Oikopleuras dioicas. Igor Adameyko
Oikopleuras dioicas. Igor Adameyko

Seguro que más de una vez la hemos tomado, aunque no lo sepamos. Cuando nos zambullimos en el mar y tragamos agua salada, muy probablemente en ella van unos cuantos Oikopleuras dioicas. Estos bichitos de apenas tres milímetros viven en los mares que no son gélidos, y científicos de la Universidad de Barcelona acaban de descubrir un dato muy curioso en su evolución. Resulta que sus ascendientes poseían los genes necesarios para formar un corazón humano; y sus vástagos, los que tenemos hoy en nuestros mares, los perdieron por el camino.

El corazón de nuestro diminuto amigo, que pertenece a los tunicados, solo tiene seis células. Los tunicados se separaron de los vertebrados en el proceso evolutivo hace unos quinientos millones de años, pero su ancestro común sí poseía genes que son esenciales para formar un corazón humano. En su deconstrucción biológica se detectan rastros de lo que otrora fue un latido bastante más parecido al nuestro. Ahora, solo seis células son suficientes para su órgano cardiaco; seis como los seis cilindros que componen la trompa, ese potente instrumento musical.

 “Esta ferida xamais cicatriza”. No sé si el gallego acentúa más aún la infinita soledad de la frase; será la ternura que se esconde en el fraseo sereno, en el discurrir de unas sílabas que nunca parecen fuertes. Estas palabras son de José Luis Pulpeiro, un gallego de sesenta y cinco años que hace poco obtuvo el título profesional de trompa. Su vocación nunca fue ser músico, aunque la música lo encontró a él para tratar de liberarlo del tormento.

Era su hija la que tocaba este instrumento en el Conservatorio de Lugo, pero ella nunca llegó a graduarse. Cuando solo tenía veinte años, Almudena fue víctima de un accidente de tráfico y perdió la vida. Ella murió y su inseparable instrumento de viento-metal perdió la voz. Permaneció en silencio durante unos años interminables, hasta que José Luis Pulpeiro, que rondaba por entonces los cincuenta, inició sus estudios de trompa en la pequeña escuela municipal de música de Ribadeo. Compartía aula con niños de diez años, pero eso nunca frenó las ganas de terminar la obra de su pequeña.

Perder los genes necesarios para dotarse de un corazón más complejo –más como el nuestro, como el de José Luis- ha permitido al buen amigo Oikopleura acelerar su desarrollo y disponer de un órgano cardiaco muy sencillo, de tan solo un puñado de células. Gracias a su “discreto” motor, puede vivir al aire libre y flotar en el océano sin ningún límite de tiempo. Su vida se extiende, se hace más llevadera a base de no tener un corazón como lo conocemos. Sin él, la vida de José Luis y su esposa también habría sido más fácil, flotando serenos en los mares de Galicia con apenas seis células que no permitan sentir casi nada. Y seis cilindros para tocar la música de ella.

El corazón de José Luis Pulpeiro se destruyó el 12 de noviembre de 2002, cuando un coche que adelantaba a un camión de forma temeraria chocó contra el de su hija Almudena mientras recorría la N-640 hacia el Conservatorio Profesional de Lugo. Dos días más tarde, una estudiante de trompa murió en un hospital de Galicia. Y, como si de un tunicado se tratase, el corazón sofisticado de José Luis se deconstruyó. Pasó de sentir la mayor de las penas a no sentir nada, a no poder llorar. A refugiarse en la música de la trompa para inundar con sus notas una mañana de domingo. «É como unha menciña para nós, un certo consolo». Una serena mañana de domingo en la que solo flotar y flotar en las aguas de la Praia das Catedrais.

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