Una mascarilla, desechada en pleno campo. Autor: MANU GARCÍA
Una mascarilla, desechada en pleno campo. Autor: MANU GARCÍA MANU GARCÍA

El pasado fin de semana, en previsión del inminente confinamiento de Cádiz capital, me despedí de dos amigos —esos y un par de parejas más son, apenas, las únicas que frecuentamos últimamente por una cuestión de prudencia—. «Hasta que podamos vernos de nuevo», nos dijimos. Por primera vez desde que la pandemia empezó, esas seis palabras me arañaron la garganta y me llenaron de inquietud.

No he llevado mal los confinamientos sucesivos. Por suerte, mis dos pasiones, la escritura y la lectura, las puedo desarrollar en casa. La primera y la segunda ola las surfeé con bastante ánimo, consciente de que lo que se nos pedía: permanecer en casa, dejar de frecuentar a familia y amigos, no acudir a lugares cerrados, llevar siempre mascarilla, respetar la distancia de seguridad, lavarnos las manos… era pecata minuta comparado con lo que tu generación, abuela, tuvo que soportar durante la guerra civil y la posguerra, por poner un ejemplo. No entendía a la gente que se quejaba continuamente. Tampoco, a los jóvenes que se juntaban en bares y lugares abiertos sin respetar las normas de seguridad poniéndose a sí mismos en riesgo y, sobre todo, a sus mayores, o a los que estaban continuamente lamentándose de no poder viajar o tomar una copa con amigos. Por ello, me sonaba un poco a chino eso de la fatiga pandémica —excepto entre los sanitarios, trabajadores y trabajadoras que han perdido su empleo o están en ERTE, los que han cerrado sus negocios o las personas mayores que han visto agravarse su soledad—, pero hoy empiezo a entenderlo.

Después de leer noticias como que en Andalucía, nos podemos saltar el confinamiento municipal para esquiar o cazar (con forfait, por supuesto); que altos cargos políticos, de uno y otro signo, se vacunan pasándose por el forro el protocolo de vacunación; que políticos que bramaban contra el confinamiento de la primera ola y azuzaban manifestaciones contra él, ahora abanderan un endurecimiento del estado de alarma; que estos mismos u otros, dicen una cosa en la comunidad donde gobiernan y lo niegan en donde son oposición; que la retirada de la UME de Madrid provoca una nueva bronca entre el gobierno y la comunidad; que se están desperdiciando vacunas por falta de planificación y coordinación…, empiezo a tener leves destellos de lo que significa estar, literalmente, empachada de pandemia y de políticos.

Vamos ya camino de los dos millones y medio de contagios y las 54.000 muertes en España; Andalucía, vuelve a estar como en la primera ola en ocupación de UCIS y hospitales; decenas de municipios registran incidencias superiores a los 1.000 casos por cada 100.000 habitantes; la deuda de empresas y hogares ya alcanza el 143% del PIB; más de 68.000 empresas con menos de 50 personas trabajadoras han cerrado… ¿Qué puñetas tiene que pasar en este país para que la clase política aparque sus diferencias y acuerden lo fundamental para sacarnos del hoyo? No sé si la plaga de langosta o la lluvia de fuego sería una buena excusa, aunque, visto lo visto, creo que no.

En fin, abuela, que estoy a un nivel de fatiga político pandémica por encima de mis posibilidades de digestión, así que para no caer en el desánimo, yo, como Juan Bouza, seré fiel a mi plan: escribiré como un modo de alimentar la esperanza y de exorcizar el caos en el que me siento flotar últimamente. Digo yo que a alguien le servirá lo que escriba. A mí, desde luego…

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