Un país más compasivo con la muerte. Familiares, asociaciones y partidos, a las puertas del Congreso tras aprobarse la ley de eutanasia.
Un país más compasivo con la muerte. Familiares, asociaciones y partidos, a las puertas del Congreso tras aprobarse la ley de eutanasia.

En la primavera del 2018 escribí un artículo titulado Vivir solo vale la pena para vivir que comenzaba así: “Esta semana se nos fue Luis de Marcos, el enfermo de esclerosis que luchó para lograr que se despenalizara la eutanasia. Aunque se fue sin conseguirlo, estoy segura de que la batalla que emprendió no ha sido en balde. Ha removido muchas conciencias. Entre otras, la mía”.

Más de dos años y medio después, por fin, he visto confirmada mi creencia de que su batalla no fue en balde; ni la de Ramón Sampedro, Jorge León, María José Carrasco y Ángel Hernández, Maribel Tellaetxe, José Antonio Arrabal y tantos y tantos que han luchado durante décadas por conseguir una muerte digna, la muerte que les negaron a ellos que debieron de hacerlo al margen de la ley, exponiendo a una sanción o, incluso, a la cárcel a las personas amadas, incomprendidos y atacados por muchos que se creen en el derecho de imponer sus preceptos morales a los demás.

Nunca he entendido cómo los humanos podíamos ser más compasivos con nuestras mascotas que con nuestros seres queridos. Hace unos seis años tuvimos que ayudar a morir a mi gata. Fue una decisión difícil, llevábamos veintiún años juntas, pero contemplar su agonía era insufrible: arrastrando sus patas traseras entre maullidos adoloridos, delgada hasta la invisibilidad, casi ciega, desnutrida ante la incapacidad de comer ni beber…

Más de dos décadas antes, mi suegra falleció tras una cruel agonía que su médico decidió no atenuar porque «aplicarle fármacos potentes contra el dolor podía ser contraproducente al tratarse de una enferma cardiaca». No dábamos crédito a lo que este hombre nos estaba diciendo, ¿preservar la vida unos días a costa de un sufrimiento insoportable? Por suerte, el compañero que lo sustituyó el fin de semana, estimó que María merecía una muerte más amable, menos atroz, más humana… Ignoro si ella hubiera querido apurar la vida unos días más —sinceramente, lo dudo habida cuenta de los terribles dolores y la demencia que padecía—, pero si las personas en plena posesión de sus facultades mentales quieren decidir cuándo se van de este mundo, ¿quiénes somos nosotros con nuestros reparos morales para impedírselo?

Estoy firmemente convencida de que la vida y la muerte deben estar por encima de ideologías y por ello, me parece muy poco ético utilizar una ley como esta con fines políticos. Porque el que exista una ley que regule la eutanasia no te obliga a  traicionar tu conciencia ni tu religión sometiéndote a ella; así como la del aborto no te obliga a abortar, ni la del divorcio, a divorciarte, ni la que permite contraer matrimonio a las personas del mismo sexo, a casarte con una.

Si algo bueno recordaré a nivel social y político de este aciago año dos mil veinte es que después de décadas de lucha y sufrimiento de muchas personas, por fin, vivo en un país más compasivo con la muerte humana. Y mientras llega ese trance inevitable cuyo desenlace espero poder elegir, sigo intentando hacerle caso a Confucio: Aprende a vivir y sabrás morir bien. 

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