Un agente de la UME, a su llegada a Jerez. FOTO: MANU GARCÍA
Un agente de la UME, a su llegada a Jerez. FOTO: MANU GARCÍA

Querida abuela: he tardado en escribirte porque no sabía qué decirte. Las circunstancias aún me tienen noqueada, como a millones de personas que hoy se enfrentan al miedo, al sufrimiento, a la incertidumbre… Tú sabes de lo que hablo, ¿verdad? Tú viviste la gripe española, la guerra civil, la posguerra… La diferencia entre vuestra generación y la nuestra es que a nosotros nos va a costar mucho más digerir todo lo que está pasando porque nos creíamos inmunes a la catástrofe, esto no era para nosotros, tan blancos, tan europeos, tan creídos de nuestra superioridad occidental…

Después de trece días de confinamiento, con los hospitales de algunas comunidades desbordados y los profesionales sanitarios al borde del desmayo; la economía colapsada; las personas trabajadoras perdiendo sus empleos; las redes sociales vomitando bilis y odio; expuestos a canallas que, aprovechando la desgracia, pretenden sacar tajada de la situación, me pregunto si no estamos ante el fin del mundo.

Una parte de mí, la pesimista a corto plazo, piensa que sí, que esto es un desastre de una magnitud tal que se va a llevar por delante la vida de miles de personas, la sociedad y la economía mundial, devolviéndonos a una nueva Edad Media. Pero la otra, la optimista a largo plazo, la que me ha mantenido a flote siempre, le rebate enérgica: «No seas agorera, por favor. Céntrate y piensa en que nos asomamos a un tiempo en el que aún estamos a tiempo de recomponer muchas cosas».

A tiempo de valorar lo que de verdad vale y no lo que más cuesta: el amor, aún a distancia, sin caricias, sin abrazos, sin contacto más que visual a través de las pantallas o de los balcones. ¿Con cuántos vecinos nos hemos reencontrado gracias a esta crisis? También, de dar valor a la palabra: palabras de ánimo, palabras balsámicas, palabras que reconfortan y que derrotan a las de alarma, miedo o crítica destructiva.

A tiempo de reencontrarnos con nuestros mayores cuya sabiduría hemos despreciado y a los que hemos confinado en almacenes de objetos perdidos (perdidos para la sociedad, perdidos para nosotros y para ellos mismos) cuyas deplorables condiciones ahora nos escandalizan. Abuelos y abuelas que nos dieron lo mejor de sí mismos y a los que toca proteger: uno de cada tres fallecidos por el COVID-19 son ancianos ingresados en residencias geriátricas.

A tiempo de comprender el valor del silencio frente al ruido: ruido en la calle, en las redes sociales, ruido dentro de nosotros mismos; de admirarnos ante la capacidad de regeneración de la tierra a la que hemos maltratado tanto: los canales de Venecia y el aire de la provincia de Wuhan vuelven a estar limpios; de emocionarnos ante tantos gestos de solidaridad: gente confeccionando mascarillas, gente que escribe cartas a los enfermos, personal sanitario jubilado que se ofrece voluntario, estaciones de servicio que dan sus productos gratis a los transportistas; ciudadanos anónimos que les hacen la compra a sus vecinos ancianos…

A tiempo de reconocer a aquellos que siguieron al pie del cañón cuando todo se paró: al personal sanitario (soldados en las trincheras de los hospitales), a los trabajadores y trabajadoras de los supermercados, farmacias, gasolineras; a los transportistas; a los agricultores; al personal de restauración colectiva que surte de comida a comedores para niños en riesgo de exclusión social, a los geriátricos, a los hospitales, a las cárceles; a los cuerpos de seguridad del estado y a los bancarios y las bancarias que van a ser esenciales para canalizar los créditos destinados a reconstruir el país.

A tiempo de asumir nuestras responsabilidades personales: la de respetar el confinamiento; la de ser críticos y pedir responsabilidades en su momento, pero no ahora que estamos atravesando la tormenta; la de no esparcir bulos ni mensajes de odio que tanto daño están haciendo a la convivencia; la de ayudar a la gente que más lo necesita, ahora y después de que esto pase. La reconstrucción va a necesitar de un esfuerzo colectivo colosal, de una generosidad sin límites y de unos políticos a la altura de lo que nunca han estado, y me temo que no estarán a la vista de las intervenciones de anteanoche en el Congreso.

Vivimos en un tiempo y unas circunstancias excepcionales. Espero y deseo que cuando esto pase, vivamos con otra conciencia, una conciencia de cuidar, de repartir, de proteger, de humanizar, de cooperar, de proteger lo público que es de todos… Catástrofes como estas nos demuestran cuán vulnerables y frágiles somos como seres humanos y como sociedad y cuán interconectados estamos. La historia juzgará si estuvimos a la altura.

Mi optimista me repite en la oreja izquierda: "Esto es una oportunidad". La pesimista, en la derecha: «Esto es un desastre». Voy a desconectar a esta última, abuela. Pase lo que pase, escucharla ahora no sirve para nada, quiero creer que aún estamos a tiempo. Siempre he sido un poco ingenua…

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