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Quien acude a la violencia o la intimidación ilegítimas en un conflicto, busca conseguir ventajas en una negociación que, llevada limpiamente, no podría conseguir.

Sin duda, los actos vandálicos en vehículos y pintadas amenazantes sufridos por los miembros del gobierno municipal y técnicos del Ayuntamiento de Jerez han marcado informativamente la semana. Estos sucesos se producen en el marco de un conflicto socioeconómico de ámbito local, pero que, al afectar a representantes de la ciudadanía, se convierte en un conflicto político también. Lo llamativo de estos actos provoca que trascienda lo local para convertirse en algo bastante común en otros lugares del globo, un episodio de violencia política. La que sigue, es una reflexión que no tiene más que un objetivo: condenar la violencia.

Pronto se cumplirán cuarenta años de las primeras elecciones democráticas. El régimen democrático, con todos sus defectos, nos ha permitido vivir en libertad y en relativa paz, e incluso asistir al final del terrorismo de ETA. No obstante, y en palabras del profesor de ciencia política Michael Sodaro, “La democracia no es una receta para eliminar el conflicto; antes bien, es un mecanismo para abordarlo de acuerdo con reglas establecidas, conocidas por todos y ampliamente aceptadas”.

La política, pues, es un proceso que se basa en reglas y procedimientos, tales como la negociación y la coerción. No obstante, en las democracias existe una cultura, basada en sus principios, que favorece más la negociación. Todas las democracias se basan en la aplicación de la ley, y en su capacidad para hacerla cumplir, utilizando la coerción si fuera necesario para ello. Pero esto es una prerrogativa de los poderes públicos, no de grupos privados, sea de la naturaleza que sean. Por tanto, la utilización de la fuerza es un monopolio legítimo de las instituciones, que además se debe ejercer de forma proporcional a la gravedad del delito.

Pero claro, si todo el mundo acatara las leyes, viviríamos en una sociedad perfecta, si las leyes lo fueran a su vez. Lo más normal es que la vida esté plagada de conflictos. Quien acude a la violencia o la intimidación ilegítimas en un conflicto, busca conseguir ventajas en una negociación que, llevada limpiamente, no podría conseguir. Este recurso a la violencia hunde sus raíces en nuestra historia más negra. Sin duda, los sucesos de esta semana recuerdan métodos mafiosos, tal como se ha comentado ya en este mismo medio, pero también recuerdan a otros tiempos. Tiempos en los que incontrolados con pistolas campaban a sus anchas. Afortunadamente, todo eso quedó atrás, aunque, como rescoldos de un fuego, perviven en el lado más oscuro del alma de algunos individuos. Cuarenta años de democracia no han servido para consolidar una cultura cívica y política que destierre estos métodos. De ahí que, hoy más que nunca, reconozcamos la importancia de la educación para erradicar estos comportamientos, y la necesidad de alcanzar un pacto por la misma que la dignifique y le proporciona estabilidad.

Antiguo es el debate sobre la naturaleza de la agresividad humana. Hay quien considera que es una característica innata del ser humano, y hay quien considera que ninguna conducta humana está genéticamente determinada. Yo soy de esta última opinión. Desde mi punto de vista, estas conductas que reprobamos hoy, son fruto del sectarismo político y, por qué no decirlo, del clientelismo también, en definitiva, de una concepción mal entendida de la confrontación democrática. Tan mal entendida que confunde al adversario político con el enemigo. Aún nos queda mucho por aprender.

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