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Hombres y mujeres que creen, que sueñan, que leen y que construyen. Algunos de ellos ya están muertos; otros, sin estarlo, pasaron a mejor vida.

Cuando mi abuelo murió, retornó a un pueblo de casas encaladas. De esos de humildad en el fogón y olivas en la mesa y en el tajo. Un blanco rincón del sur, de aquellos en los que amanece muy temprano y la gente aún se sienta al fresco en la noche de agosto. Hay una piedra aguantando cada portalón de cálida entrada y poco cerrojo echado durante el día. El hombre marchó de allí tras el movimiento, como lo sigue llamando mi abuela. Después de aquello, vino la penuria y más tarde el pluriempleo. El aterrizaje en el barrio obrero de periferia y la construcción de la casa familiar fueron lo siguiente. Pagaba religiosamente —y nunca mejor dicho— la cuota de la hermandad de la Inmaculada, por el miedo al vecino soplón. Cada tarde, alegraba el oído con la visita en su viejo transistor de Manuel Cerrejón y “El flamenco como suena”. Antes y después de la cena, leía. Leía siempre. Réquiem por un campesino andaluz o los Episodios Nacionales, a diario sobre la mesa. Por la noche, junto al cigarro negro que alquitranaba los pulmones desde la tierna primera década, se instalaban los sueños en voz alta. Soñaba y guardaba en una caja de latón una rosa roja seca.

Con el paso del tiempo, el abuelo marchó. Marchó con las manos preñadas de besos y confiado en algunos hombres. Creo que nunca desechó del todo la idea de que un día el dinero caería de entre los eucaliptos del camino grande. O eso le contaba a su hija. Tampoco renunció jamás a la creencia en ciertas personas, pero nunca creyó en la humanidad. Contra la mayoría, siempre, espetó en cierta ocasión. Si el genial Groucho Marx confesó que nunca pertenecería a un club que quisiera admitirlo, mi abuelo estaba convencido de que ese club nunca abriría sus puertas. Hay gente sabia, decía, pero no mucha. Él creía en los escasos líderes, en las cabezas pensantes, en los intelectuales de viejo y nuevo cuño, en Gabilondo, en Felipe González y en Benito Villamarín. Esa era su Santa Trinidad. Pero el presidente verdiblanco se le murió e Iñaki pasó a las frías ondas nacionales, dejando atrás la Radio Sevilla que había compartido con él. Solo le quedaba el rapsoda de Bellavista, con su chaqueta con coderas, su palpitante verborrea y su juventud insolente. A él lo seguía teniendo en su cajita de latón, contenido en una bella flor inerte.

Casi una quincena después de su vuelta al pueblecito blanco, aquí estamos: abriendo el cofre de sus recuerdos para mi buen lector. Mantendremos siempre intacta esa rosa, aunque no pueda decirse lo mismo de su reminiscencia. Si el abuelo mirara hoy el mundo, lo encontraría extraño. Hallaría gentes rodeando el Congreso sin que medie un golpe ni un tanque, hallaría noes que afirman de pronto, hallaría náufragos dentro y fuera de las costas, hallaría traiciones que duelen como puñales y hacen brotar sangre roja de las almas hoy huérfanas. Contra la mayoría, siempre. Contra aquellos que se unen por la “sensatez” en un acto de “responsabilidad”, contra los millones que meten al ladrón en la urna, una vez y otra más. Si la revolución es de las minorías, hay mentes que pueden cambiar el mundo. Hombres y mujeres que creen, que sueñan, que leen y que construyen. Algunos de ellos ya están muertos; otros, sin estarlo, pasaron a mejor vida. Ahí seguirá la rosa, esperando a los que quedan y aún se quieren levantar. 

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